jueves, 6 de septiembre de 2012

Work in progress (undécima parte)

PRÓLOGO (PRESCINDIBLE, UN POCO EMBROLLADO Y CON BRUSCOS CAMBIOS DE TONO E IDEAS) DEL AUTOR

El autor es consciente de que debería estar prohibido escribir sobre escritores que escriben, con el fin de evitar las ingentes dosis de tedio, solipsismo y narcisismo que este tipo de escritura conlleva inevitablemente. El autor asegura sinceramente que no es posmoderno Lo jura, pone la mano en el fuego, hace lo que haga falta con tal de probar que considera la ironía corrosiva un callejón sin salida y que la posmodernidad, si existió, hoy no es nada más que una curiosidad que sirve de entretenimiento a arqueólogos de la cultura o a estudiantes desnortados que leen a David Foster Wallace sin prestar atención. Lo verdadero nunca cambia su melodía. No obstante, el autor también es consciente de que cualquier intento de negar la ficción desde dentro de la ficción está condenado al fracaso. Por eso considera que no existe nada parecido a una reivindicación del autor material y declara solemnemente que la idea de autor material es en sí misma contradictoria y, por lo tanto, imposible. Debemos, en un mismo gesto, negar esa posmodernidad ciega a las cuestiones morales y a las propuestas de sentido y afirmar, por otro lado, el carácter artificial, construido y ficticio del texto literario. La literatura debe inmiscuirse en los estadios estético, ético e incluso religioso y trenzar los hilos que los unen, de modo que pueda revelar la verdad de la experiencia. De ahora en adelante, el autor promete minimizar al máximo la neurastenia contemplativa del presente escrito y despertar a su protagonista, a palazos si hiciera falta, de sus dulces sueños catatónicos.

O no, ya veremos. El autor no debería de haberse metido en este berenjenal, porque el futuro es imprevisible. El coro de suplicantes está cantando. Lo que tenga que ser, será. Además, qué coño, el que quiera leer aventuras que se vaya a leer a Conrad, aquí va a haber dosis y sobredosis de seres contemplativos que solo son felices cuando están tristes, de vagabundos insignificantes clamando con gritos sordos en playas que les conducen a la eternidad y de pedantes insoportables y torturados para quienes la felicidad hedonista no tiene ninguna grandeza y que aspiran con todas sus fuerzas a habitar el tranquilo centro del ojo del huracán.

Por otra parte, Martin Amis tiene razón al recomendar no leer a ningún autor menor de treinta años porque solo saben hablar de ellos mismos. La toxicidad del yo de la que le hablaba Santiago al Redactor Jefe en la cafetería. Total, que el autor está en un atolladero que muy probablemente no sepa resolver y ya ha leído a copias baratas de DFW que no aportan nada, de ahí su permanente tentación de gritar a voces: que escriban otros. La idea paranoica de que todo aspirante a escritor menor de treinta años lo que está haciendo no es otra cosa que intentar imitar a DFW le roe las entrañas. Que sea una idea paranoica no significa que no sea cierta. Los artistas de verdad rasgan el paraguas de convencionalismos y banalidades bajo el que nos resguardábamos cobardemente y dejan entrar un poco del caos libre del exterior, pero los imitadores restauran el paraguas rasgado con un trozo de tela que solo muy vagamente se parece a la visión original que penetraba a través de la rasgadura. Esto del paraguas es genial, pero no es una idea mía, es de Deleuze. Por tanto, afrontémoslo: los imitadores son fuerzas neocon y son tristes. El atolladero es brutal, créanme.

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