domingo, 30 de noviembre de 2008

No hay banda

Caminando entre la niebla. Los fantasmas se acercan y me piden fuego y sonríen y se alejan y ya no volveré a verlos más. Ojalá les vaya bien.

Ahora todas las canciones que escucho me dan ganas de encerrarme aquí para siempre. No salir jamás de aquí y no desear otra cosa que salir de aquí.

Afuera no hay música.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Pequeña catástrofe cósmica

Hay una pequeña catástrofe cósmica cuando el paquete de cigarrillos se queda vacío.

Está a punto de anochecer, debo apresurarme, llevar el dinero exacto porque la máquina del bar muchas veces así lo exige. La luz de las farolas cambia del blanco al amarillo. Bajo su resplandor los gatos juegan con la basura. Sin duda afuera hace frío.

Y silencio.

No sé por qué, pero es un silencio que se pega a la piel.

Como una niebla fantasma.

No hay niebla, pero se nota su ausencia.

Cuento con moraleja

Mr. Francisco desarrolló una violenta alergia a los haikús japoneses. Cuando en su presencia algún incauto manifestaba su predilección por estas formas breves, así como muy zen, espirituales y puras, Mr. Francisco se ponía en plan Conde de Lautréamount e insultaba a la divina providencia por haber creado tanta basura y, en particular, los haikús. La situación se volvía embarazosa. El silencio, incómodo. Mr Francisco mantenía su actitud desafiante, los dientes y los puños apretados, acechante como una fiera salvaje. La única basura peor que los haikús son los pepinillos, que los imbéciles de McDonalds ponen en sus asquerosas hamburguesas, sin avisarte del veneno putrefacto que ocultan. Entonces le daban la razón. Cierto, yo también odio los pepinillos, ¿qué clase de Dios crea algo como los pepinillos? Yo te lo diré, contestaba Mr. Francisco, un Dios que disfruta torturando a sus criaturas, esa clase de Dios. La situación se calmaba, el alérgico a los haikús y el amante de los haikús reían y brindaban por la exterminación de todos los pepinillos.

Moraleja: la identidad de grupo se configura odiando a un enemigo exterior.

viernes, 14 de noviembre de 2008

Cuentos de ciencia ficción sin pies ni cabeza

En el año 3000 una tribu de bosquimanos se adentró en un fumadero de opio de la India en el que una mujer de remoto origen ibérico recitaba en estado de trance largas cadenas de códigos descargadas de las divinidades electrónicas y afuera, frente al mar, danzaban, en completo silencio, niños y ancianos y jóvenes y madres adorando la puesta de sol. Los bosquimanos se sentaron a ver la puesta de sol. Nadie hablaba. Sobre la arena, con un palo de madera, la mujer de remoto origen ibérico dibujó extraños símbolos y los sorprendidos bosquimanos vieron surgir ante ellos imágenes en movimiento y sonidos desconocidos. De fondo el rumor del mar inundaba el mundo de calma. Un bosquimano penetró en el mundo de las imágenes creadas por los símbolos dibujados en la arena, y luego otro, y otro, hasta que la tribu entera realizó una antigua profecía de los iconoclastas que atribuía un poder divino a las imágenes, un poder tan grande y de consecuencias tan imprevistas que ellos aconsejaban neutralizar destruyendo las imágenes, siempre que fuera posible porque, advertían, sin poder disimular su terror, llegará un día en que no será posible destruirlas, ya que se emanciparán de su soporte material y viajarán de una punta del mundo a la otra a la velocidad de la luz, y nos engullirán hechizándonos con su belleza, una belleza terrible que será como la promesa irrestible de calmar por fin nuestra sed de infinito. Los terrores atávicos de los bosquimanos nómadas e icnoclastas se derrumbaron y comprendieron que habían llegado a aquel fumadero de opio indio para iniciarse en las artes mágicas de aquella mujer negra de remoto origen ibérico. Las imágenes fluían en un ciclo sin fin, acompañadas por una música post-rock creada hace mil años. La mujer negra de origen ibérico sonreía como la estatua de un Buda.

martes, 4 de noviembre de 2008

Viaje en coche

La imagen es la siguiente: un tipo de unos treinta años entra en un coche, un viejo coche rojo. Pongamos un seat Ibiza de los años 80. Antes de arrancar se quita la cazadora de cuero, se frota las manos y trata de calentarlas expulsando vaho sobre ellas porque hace mucho frío, enciende un cigarrillo, busca la emisora de Radio 3, enciende la calefacción, se pone el cinturón de seguridad, ajusta el retrovisor, apura el último trago de una lata de coca-cola y guarda la lata vacía en la guantera. Suena una canción de Interpol y la tararea distraídamente. Decide escuchar la canción y terminar el cigarrillo antes de arrancar. Aún queda tiempo de sobra. Comprueba que queda gasolina suficiente. Observa a un grupo de chavales que vuelven del colegio cargados con pesadas mochilas, bromeando entre ellos y dando voces con esa urgencia desesperada que exige la construcción de una identidad diferenciada del resto, tan tierna y tan ridícula y en el fondo tan parecida a la del resto de la manada. Apaga el cigarrillo en el cenicero del coche y se da cuenta de que está repleto hasta los bordes de colillas, la sensación le desagrada y decide vaciarlo. Vuelve a su casa, vacía el cenicero y vuelve otra vez al coche. Más grupos de chavales vuelven del colegio. Es la hora de comer y le entra hambre. Hubiera sido mejor comer antes y viajar cómodamente con el estómago lleno. Ahora ya no hay nada que hacer, lo mejor será resignarse, ya no puede perder más tiempo, ya no queda tanto tiempo como antes. Vuelve a ponerse el cinturón de seguridad. Al girar la llave una repentina sensación de angustia se apoderá de él. Mejor esperar un rato. Suena una canción de un grupo que no conoce, pero es una buena canción y decide escucharla hasta el final antes de arrancar. Mira el cielo, la calle que se extiende enfrente de él, dos largas hileras de árboles a punto de perder sus hojas, dos largas hileras de farolas apagadas. Ahora le falta el aire, hace demasiado calor, baja la caleacción, abre la ventana. Así está mejor. Disfruta del viento helado que le golpea la cara. Lo mejor para contrarrestar el efecto de una bajada de tensión es dejarse sacudir por un frío polar en plena cara. Respira hondo, sale del coche un momento, para tomar mejor el aire. Ahora está indeciso, quizá sería mejor dejarlo para otro día, aplazarlo. Pero ya lo ha aplazado tantas veces. No, hay que enfrentarse al miedo. No hay otra solución. Ahora o nunca. Gira la llave, el corazón bombea la sangre con tanta fuerza que parece una batería de doble bombo tocada por un cocainómano hiperactivo. Pisa el acelerador y cuando se encuentra en la autopista se siente bien, de hecho se siente mejor que nunca y por eso sonríe y canta a pleno pulmón y sigue el ritmo de la música con la cabeza y dando pequeños toquecitos en el volante. No hay nada mejor que conducir sin una meta marcada de antemano por los paisajes monótonos de esta meseta. Paisajes minimalistas en los que el espacio mismo acontece con una serenidad inmóvil, como si el mundo se abriera o se desnudara y nos acogiera sin hacer preguntas, sin reprocharnos nada. Inmensa llanura donde apenas pasa nada. Toda la tarde para conducir y mirar el paisaje que es casi la negación de un paisaje, de lo que se supone que hay que ver. Leves ondulaciones del terreno, el tendido eléctrico, mudo y majestuoso, con sus gigantes antropomórficos sujetando los cables, algún pequeño lago y pueblos diminutos desperdigados aquí y allá, ajenos a la velocidad enloquecida del alma urbana. Nada más. La música y los cigarrillos y el viento y la tierra seca y la triste certidumbre del regreso.

Alegre y triste dios danzarín


La música me traslada al cielo de Manchester en los años 80. Debió de ser un cielo muy parecido a éste cielo gris del norte de España en noviembre. Ian Curtis ya está muerto y el aliento de su sombra se posa en la nuca de New Order. Afuera alguien baila al ritmo de Blue Monday sin importarle el frío hasta que cae rendido y expulsa así todos sus demonios.

Baila y arriesga tu vida, alegre y triste dios danzarín, baila por todos aquellos a los que la muerte no nos va a sorprender bailando.

lunes, 3 de noviembre de 2008

Equilibristas a la intemperie


Dicen que el miedo no existía antes de que el ser humano alzara la cabeza, adoptando la postura erecta. Dicen eso, pero yo no sé quienes lo dicen. El lenguaje habla desde hace milenios, se despeña como un torrente inagotable por lo siglos y las civilizaciones, ilumina las cosas y deja zonas en penumbra. Antes de que el miedo existiera tampoco existía la alegría. En la radio Heráclito dice: armonía de contrarios, como el arco y la lira. Armonía de contrarios, tensión irresoluble. No hay superación sino tensa convivencia. Eso dice Héráclito y ningún tertuliano osa contradecirle. Equilibrio frágil. Si el miedo expande la zona en penumbra y conquista todo el territorio la catástrofe será de dimensiones difícilmente imaginables. El miedo planea sobre nuestros cerebros como una nube amenazante y dicen que el miedo no existía antes de que el ser humano alzara la cabeza y adoptara la postura erecta. Aunque probablemente no es cierto y el ser humano siempre haya conocido el miedo, incluso antes de hacerse humano. ¿Cuando se hizo humano? No hay consenso al respecto. Era, seguramente, un miedo más primitivo y concreto, más inmediato y definido. Miedo a los animales salvajes y a las tormentas, por ejemplo. Cuando alzó la cabeza vio las estrellas y antes de adorarlas un vértigo nunca antes sentido le recorrió la garganta y el pecho y sus manos temblaron. Mucho antes del desarraigo tecnológico se produjo el desarraigo de una mirada que de repente abarcaba millones de kilómetros. Una lejanía inconmensurable. Seguramente nos mareamos y agarramos la tierra con las manos en un intento vano de refugiarnos en una seguridad ya para siempre ilusoria. Y no nos quedó más remedio que enfrentarnos a las múltiples posibilidades abiertas por ese alzamiento de cabeza que alteraría el curso de la historia, convertidos todos en equilibristas caminando a la intemperie sobre el filo de una navaja.