jueves, 31 de octubre de 2013

Conjeturas delirantes (o no)

El arte de la reiteración, la escritura como reiteración, alcanza, en la figura de Bernhard, en la sintaxis de Bernhard, un punto álgido, tal vez el punto más álgido, la cumbre o la cima de la reiteración, punto a partir del cual ya no es posible seguir ascendiendo en el camino de la reiteración, porque la reiteración alcanza con Bernhard su límite extremo, su punto insuperable, como se sabe. Un posible precedente del arte de la sintaxis reiterativa, otro artista de la reiteración, pudiera ser, no sé si resulta extraño, pero es posible, creo, que pudiera ser San Pablo, quien, en sus epístolas, reitera una y otra vez las mismas palabras y no para de reiterar una y otra vez las mismas palabras, como se sabe.

miércoles, 30 de octubre de 2013

La Filosofía analítica contra los cursis de Internet

Si bien la filosofía analítica me ha derrotado siempre, y la sensación que he tenido al leer a los analíticos ha sido semejante a la que describía Robert Musil en Las tribulaciones del estudiante Törless al leer este a Kant, es decir, la sensación de que una vieja mano huesuda me sacaba, con movimientos de tornillo, el cerebro de la cabeza, muchas veces me veo invadido por un talante analítico y despiadado (este último adjetivo tal vez sea un poco efectista). Por ejemplo, al toparme con una imagen en la que una mano sostiene una página en la que está escrito lo siguiente: "No es una página en blanco, soy yo sin ti" mi cerebro se rebela y se retuerce agónicamente entre gritos de dolor y aullidos desesperados (esto sí que ha sido efectista y exagerado). No es una página en blanco porque en ella está escrito "No es una página en blanco, soy yo sin ti". Es evidente que no es una página en blanco. Una posible solución sería mostrar una página en blanco de verdad y escribir en otra página (con una flecha señalando a la página en blanco de verdad) "No es una página en blanco, soy yo sin ti", aludiendo de esa forma a que es la representación metafórica del vacío que ha dejado en el sujeto la ausencia del amado o amada. Así habría un poco de coherencia lógica, aunque seguiría siendo bastante cursi todo.

lunes, 28 de octubre de 2013

Hierro y cromo (tiempo y ser en la televisión)

Cachitos de hierro y cromo. Temazos y programón.

Ni que decir tiene que aquí defendemos mucho a la televisión, que no nos imaginamos un mundo sin televisión ni queremos vivir en un mundo sin televisión. Nos fascina la adicción de la televisión a su propio pasado, a esa memoria social y colectiva, y a menudo nos preguntamos si había algo o nada antes de la televisión, aunque pudiera parecer locura atribuirle a la televisión tal suprema función ontológica. Nos desconcierta, por ejemplo, el efecto extrañísimo que se produce en el espectador cuando este contempla un programa de su infancia cuya estética, ahora, pero no entonces, porque entonces era imposible, se le revela desfasada. Este desfase es claramente producto de la mediación que introduce el paso del tiempo, pero esta explicación en absoluto resuelve el enigma, porque, en última instancia, el paso del tiempo es el enigma mismo. Esto inevitablemente nos lleva a imaginar los programas del presente como si pertenecieran ya a un pasado remoto y a intentar atrapar esa extrañeza conjetural que aún no se ha producido, porque es un efecto del paso del tiempo, de un tiempo que aún no ha pasado. Para complicar un poco más las cosas, están los programas del presente que tratan sobre el pasado y lo someten a un proceso de reevaluación que deja clarísima la importancia de los contextos de recepción en el sentido mismo de las obras y como el sentido, lejos de ser una entidad fija e inmóvil, depende del tiempo. Y estos programas también quedarán desfasados, es decir, que el interés del presente por cierto pasado resultará, en el futuro, él mismo pasado de moda.

viernes, 25 de octubre de 2013

Fantasmas

Día lluvioso. El cielo gris proyecta un fulgor fantasmal sobre los tejados. Como algunos lectores ya habrán advertido, la gama de mis intereses es bastante limitada, una y otra vez vuelvo sobre los mismos temas, sobre los mismos autores, incansablemente aparecen y reaparecen la lluvia, los tejados, los fantasmas, el viento, los árboles, las estrellas distantes, las reverencias en el vacío, los cigarros[1], como inevitables y difusos puntos de referencia de un texto desgajado, deshilachado, que, más que avanzar, da vueltas sobre sí mismo, reescribiéndose incesantemente, buscando, en todo caso, ampliar los círculos en que se mueve, no alcanzar alguna ilusoria meta[2]. Este volver una y otra vez sobre lo mismo podría considerarse, ciertamente, una conducta repetitiva[3] y obsesiva[4]. Aunque lo cierto es que muchas de las cosas sobre las que escribo una y otra vez no me preocupan especialmente, ni pienso mucho en ellas. Son, por así decir, acontecimientos que se producen en la escritura misma, casi al margen de mi voluntad. El lenguaje es quien habla[5]. No son mis obsesiones[6].

Ahora mismo, mientras escribo esto, me estoy tomando un café con leche en un vaso de Nutella. Por un lado[7] está un dibujo de Snoopy en un monopatín, por el otro Snoopy con gafas de sol y apoyado con una mano sobre su caseta con aire indiferente y cool y, efectivamente, en la camiseta que viste está escrito Joe Cool[8].

El primer párrafo no tenía otra intención que justificar de antemano el hecho de que vamos a volver a hablar (sí, otra vez) sobre la frase de DFW[9] que da título a su biografía: Todas las historias de amor son historias de fantasmas. Cierto es que dijimos que sobre el tema de los fantasmas Kafka ya había dicho todo lo que hay que decir, pero el propio Kafka sabía perfectamente que igualmente nos vemos compelidos al comentario, al intento de captar el sentido de lo dicho, y que este no tiene fin.

Para comprender la afirmación de DFW hemos de retroceder hasta esa época de esplendor intelectual conocida como Edad Media[10]. Durante el aristotelismo medieval, la función que se le asignaba a la imaginación, lejos de ser una mera facultad subjetiva, era la de mediadora entre el mundo sensible y el mundo inteligible, de tal forma que nihil potest homo intelligere sine phantasmate[11]. Con la llegada del ego cogito cartesiano, sin embargo, se considera que entre la res cogitans y la res extensa no hace falta ningún tipo de mediación. La ciencia moderna nace con la dualidad entre sujeto y objeto. En la filosofía medieval ese sujeto moderno, enfrentado a objetos, no existía como tal. El problema del conocimiento era más bien la relación entre lo Uno y lo Múltiple[12]. Lo que sucede con el nacimiento de la modernidad es que a la imaginación, al fantasma, se le destituye de su posición como sujeto de la experiencia y queda relegado al ámbito de la alienación mental, de las visiones y fenómenos mágicos, queda, en definitiva, fuera del ámbito de la experiencia auténtica[13].

Pues bien, al excluir la fantasía del ámbito de la experiencia auténtica, la fantasía arroja una sombra sobre la experiencia. Esta sombra es el deseo, y el deseo es la idea de una inagotabilidad de la experiencia. Fantasía y deseo van de la mano. Así, dice Agamben, el descubrimiento medieval del amor es el descubrimiento de que el amor tiene por objeto no directamente la cosa sensible, sino el fantasma[14]. Es simplemente, seguimos con Agamben, el descubrimiento del carácter fantasmático del amor.

Ahora la cosa se complica. No sé si habrán notado el aire de platonismo que envuelve todo esto. No hemos parado de hablar de imágenes y apenas nos hemos topado con cuerpos[15]. Dado que el lugar del amor es la fantasía, el deseo no encuentra frente a sí objeto alguno en su corporeidad, sino una imagen[16] en la cual los límites entre lo subjetivo y lo objetivo quedan anulados. Y, al no ser el amor una oposición entre sujeto y objeto, los poetas pueden definir sus rasgos como un amor cumplido cuyo goce no tiene fin[17].

Pero la cuestión es que todo cambia al relegar la fantasía al ámbito de lo irreal y el deseo se vuelve imposible de satisfacer, mientras que anteriormente la fantasía era la mediadora y la que garantizaba la apropiabilidad del objeto de deseo[18]. Así Sade[19] no encuentra frente a sí nada más que un cuerpo, un objectum que solo puede consumir y destruir sin satisfacerse nunca, porque el fantasma huye y se esconde en él hasta el infinito.

Y hasta aquí llegó nuestro comentario sobre la fantasía y los fantasmas[20]






[1] Las reverencias en el vacío, mientras uno está cayendo, remiten a Alicia en el país de las maravillas, que es en sí mismo un motivo recurrente. Otros motivos recurrentes, abandonados pero no olvidados, podrían ser: las marionetas, los espantapájaros, los gatos solitarios que merodean, enigmáticos, sobre los tejados, la cerveza, las provisiones necesarias para enfrentarse a la nada, las noches azules, la intemperie, los gritos o la plenitud de los instantes que reclaman su derecho a la eternidad.
[2] La idea de progreso me resulta cada vez más extraña. Sobre todo cuando, como en la filosofía moderna, se hace de la Historia un Sujeto y se dicen cosas como “la Historia no permite que se burlen de ella, la Historia dirige sus mayores esfuerzos hacia…” frase de Marx que revela su conexión con Hegel y que, tras la crítica de Foucault, no podemos ya aceptar: la Historia no tiene Sujeto.
[3] Una especie de estereotipias mentales. Aunque las estereotipias mentales serían algo así como repetirse frases mentalmente, lo cual bien podría considerarse una traducción o traslación de las estereotipias motoras estándar de toda la vida (estoy especulando). Por supuesto (y debería ser totalmente evidente) la patologización de determinados rasgos no es sino una operación ideológica que no por casualidad se produce durante el ascenso del neoliberalismo (y no me estoy dejando llevar por teorías conspiranoicas).
[4] Lo cual a mí no me preocupa, por la muy prudente razón de que si lo hiciera, si me preocupara, me vería abocado ineluctablemente a una obsesión de segundo grado, es decir, a obsesionarme con la idea misma de obsesión, y esto no se detendría aquí sino que seguiría un típico proceso recursivo sin fin, abismal y vertiginoso, en medio del cual uno se sentiría como si estuviera en un barco, en alta mar, terriblemente mareado, pero estando en tierra firme. Por ejemplo, ahora mismo se me ocurre que una posible objeción a lo que acabo de decir sería que, para no estar nada obsesionado con el hecho de estar obsesionado o no, le estoy dando ya muchas vueltas (otra vez el tema de las vueltas). Y ahora la siguiente objeción sería que parezco obsesionado con el tema de estar obsesionado con el tema de estar obsesionado con el tema de estar obsesionado o no, con lo cual estaríamos ya (creo) en una obsesión de tercer grado. Y así sucesivamente.
[5] La idea es de Heidegger, claro. Más adelante tendremos ocasión (espero) de atacar al sujeto cartesiano de la modernidad. Otra forma de decirlo es que el sujeto de enunciación es colectivo (Deleuze).
[6] Nada de todo esto ha quedado muy bien explicado, me temo.
[7] Esta nota es absolutamente imprescindible para dejar constancia de que, en realidad, en un vaso no hay lados.
[8] Nada de todo esto tiene mucha relevancia; es simplemente cierto y la función que cumple en el conjunto del texto es la de introducir una nota frívola, ya que a partir de ahora se va a hablar de filosofía medieval, y eso conlleva demasiada densidad teórica, así que hablar un poco sobre un vaso en el que aparece Snoopy me ha parecido bastante apropiado, si bien, ya digo, no muy relevante.
[9] Pongo las iniciales, algo que a muchos les irrita, por una pura cuestión de comodidad. Por lo demás, los que odian a David Foster Wallace (en adelante, como hace un momento, DFW) no les considero miembros de mi misma especie (ojo, no quiero decir que sean inferiores, pueden incluso ser superiores, pero vivimos en universos diferentes, inconmensurables, sin ninguna posibilidad de relación, sin ningún punto de contacto, jugamos a dos juegos de lenguaje diferentes, etc… En realidad estoy exagerando, podría irme de cañas con gente que odia a DFW, siempre y cuando, claro, hablásemos de fútbol o de cualquier cosa no relacionada con DFW)
[10] La denominación lleva ya implícita una connotación peyorativa que aquí rechazamos resueltamente
[11] Espero que la fórmula se entienda porque yo no sé latín y no me veo con autoridad para traducirla, pero, de todas formas, estoy casi seguro de que quiere decir que sin la imaginación el hombre no puede comprender nada.
[12] No nos vamos a detener demasiado en esto. Si alguien quiere entretenerse un buen rato, puede consultar las abstrusas discusiones en torno al intelecto agente separado y único (que sería el sujeto del conocimiento) y la multiplicidad de actos particulares de intelección (que serían llevados a cabo por los sujetos empíricos)
[13] Todo esto y parte de lo que sigue se puede encontrar, mejor explicado, en un libro de Giorgio Agamben, Infancia e Historia
[14] Miles de millones de canciones pop cantan al fantasma, los ejemplos son innumerables. “Ahora tengo que aprender a desnombrarte, con los ojos más que con la boca” (Paco Bello, en una canción malísima que por alguna razón, aunque no sé por qué razón, me sé casi de memoria). La ya citada (creo) de Nacho Vegas: “quererte es intentar atrapar con las manos el aire”, o Andrés Calamaro: “mirarte en el aire es mi mayor problema”, etc. Podríamos decir que todas las historias de amor pop son historias de fantasmas.
[15] Otro día se puede hablar de Nietzsche, para quien lo sorprendente es el cuerpo.
[16] Un ángel, con el significado técnico que tiene esta palabra en la filosofía medieval, es decir, una substancia separada, incorporal.
[17] Dice Agamben, aunque no estoy muy seguro de comprender esto bien
[18] Las historias pop de amor fantasmal no son historias en las que el fantasma, en este extraño sentido medieval de los trovadores stilnovistas, cumpla el amor, es decir, se apropien del objeto de deseo en la fantasía.
[19] Siempre según Agamben, a quien estamos siguiendo/copiando todo el rato
[20] Tal vez la conclusión haya sido algo abrupta, pero en el texto de Agamben ahora vienen un montón de consideraciones sobre la dialéctica del amo y del esclavo de Hegel y yo me voy quedando sin fuerzas (por culpa, tal vez, de poner demasiadas notas a pie de página, lo cual ha dejado el texto principal un poco raquítico y acaso no muy bien explicado); necesitaría insuflar mi torrente sanguíneo con decilitros de cafeína para enfrentarme a la jerga hegeliana y aun eso no garantizaría que me enterara de algo, aparte de que me alteraría y me impediría dormir.

jueves, 24 de octubre de 2013

Informe para una Academia

Y ya que hablamos de simios parlantes, Informe para una Academia.

Simios parlantes

Recordé que es fama entre los etíopes que los monos deliberadamente no hablan para que no los obliguen a trabajar
Jorge Luis Borges, El inmortal 
-Te faltó la categoría de los simios parlantes -dijo Amalfitano cuando por fin Padilla se calló.
-Ah, los simios parlantes -dijo Padilla-, los monos maricones de Madagascar que no hablan para no trabajar.
Roberto Bolaño, Los sinsabores del verdadero policía

miércoles, 23 de octubre de 2013

Voces y fantasmas

Ricardo Piglia dijo en una ocasión, a propósito de Dublinesca, que las citas eran para él, igual que para Enrique Vila-Matas, voces y fantasmas que entran y salen sigilosamente de los libros. Leopoldo María Panero, cuando le preguntaron por qué citaba constantemente, respondió que para ser escuchado y creído, y no desoído sistemáticamente. Walter Benjamin, el melancólico y querido Walter Benjamin, soñó con un libro compuesto exclusivamente de citas, un libro que habría de ser una manifestación del más extremo antisubjetivismo. Antonio Muñoz Molina dijo en un artículo que, cuando era joven, decidió que Faulkner representaba para él un héroe literario, aunque casi no lo había leído. A mí me ha pasado algo parecido con Georges Perec. Nada más ver una fotografía suya decidí que era un genio. Sin más. Sin haber leído un solo libro suyo. Luego leí Un hombre que duerme y la realidad confirmó mi descerebrada suposición, que hasta entonces no estaba apoyada en razón alguna. Y lo mismo, más o menos, con Walter Benjamin. Apenas si he leído fragmentos de Benjamin, citados en otros libros, pero un coro de voces fantasmales me ha susurrado al oído que merece la pena leerlo. Esta fascinación previa con ciertos autores de los que uno no sabe nada o casi nada es enigmática, aunque, a decir verdad, algunas razones, no del todo razonables, sí que hay. En el caso de Perec, su nombre venía envuelto en un aura mítica, un aura creada por las alabanzas de Bolaño, en cuya palabra uno puede confiar casi ciegamente. En el caso de Benjamin, porque alguien capaz de prestar atención tanto al marxismo como al misticismo se convierte automáticamente en un personaje interesante; y porque Benjamin escribe sobre Robert Walser y sobre Kafka, y eso indudablemente lo convierte en una voz tan fantasmal como cercana. Sobre los fantasmas, naturalmente, Kafka ya dijo todo lo que hay que decir: los fantasmas no se morirán de hambre, y nosotros en cambio pereceremos.

martes, 22 de octubre de 2013

Breve apología de la televisión

Cómo me duelen esos chistes soberbios en los que se mancilla y vilipendia a la televisión, objeto casi mágico cuyo principal atributo no es otro que la clarividencia. La risa admonitoria de los espíritus librescos se me clava en el pecho como un puñal. Esos adoradores de Zot, el dios de la escritura, nos amonestan a nosotros los televidentes despreocupados; dicen que la televisión es un arma de distracción masiva. Como si distraerse fuera algo de por sí pecaminoso. Como si en una biblioteca no existiera el serio peligro de toparse con un libro de Jane Austen y leer frases tipo ¡Oh querido, tenemos que visitar a Mr. Nosequién para casar a una de nuestras hijas! 

PD: Sí, en este blog recomendamos la no lectura de Jane Austen, aunque no llegamos al extremo de Mark Twain, quien dijo que cada vez que leía Orgullo y prejuicio le daban ganas de desenterrar a Jane Austen y pegarle en el cráneo con su propia tibia.

domingo, 20 de octubre de 2013

Sobre el Correcaminos y las persecuciones imposibles



David Foster Wallace contra el Correcaminos: (des)encuentros tácticos en el presente. Si les soy sincero, no alcanzo a entender muy bien esa distinción entre programa existencial y programa existencialista, sobre todo teniendo en cuenta que, al parecer, en el programa existencial se ve implicada una noción tan existencialista como la de autenticidad.

Al margen de la autenticidad y del existencialismo, lo interesante es que lo que podríamos llamar las persecuciones imposibles se repiten una y otra vez (¿quién no ama las estructuras, los patrones, los motivos recurrentes?): Tom y Jerry, Silvestre y Piolín, pero también El acercamiento a Almotásim, de Borges, y, desde luego, la búsqueda de Archimboldi en 2666, de Bolaño, aunque el tema de la persecución atraviesa la obra entera de este; es su columna vertebral.

Por supuesto, el sentido no existe; insiste o subsiste, como bien decía Deleuze (por cierto, y perdóneseme la pedantería por esta vez (mejor aún, perdóneseme siempre y así yo ya me despreocupo de si estoy haciendo referencia a demasiadas cosas o no) en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius Borges hace una referencia al mundo subsistente de Meinong, poblado de objetos ideales, a los que Deleuze en La lógica del sentido se refiere como objetos imposibles (Borges es un genio absoluto y objeto de veneración incondicional, pero no le importaba mucho, y hacía bien, sacrificar el rigor filosófico en aras del esplendor literario; los objetos de Meinong no son ideales sino, más bien, lógicamente contradictorios, como círculos cuadrados y cosas así, y el caso es que las proposiciones que designan estos objetos tienen un sentido, aunque los objetos no puedan efectuarse en ningún caso; los objetos a los que se refiere Borges no son de esta clase, creo yo, son, tal vez, acontecimientos (la ontología de Tlön se parece más a la propuesta por Foucault, vía Heidegger, en la que lo importante no son los sustantivos sino los verbos, y recordemos que en el inagotable relato borgiano, en Tlön, nadie cree en la realidad de los sustantivos). El sentido es La caza del Snark, de Lewis Carroll (o la caza del Correcaminos, ese ser demasiado veloz, inasible, perpetuamente desplazado, diferido). Es la llegada a El Castillo, de Kafka. Es estar Esperando a Godot, de Beckett. En este último caso no hay una búsqueda ni una persecución, claro, pero porque se trata de la otra cara de la misma moneda: la espera imposible.

Tal vez más interesante que todo esto sea la complejísima escena que vemos a partir del minuto 1.40. La ilusión se vuelve real. La carretera pintada deviene verdadera (para el Correcaminos), pero cuando el Coyote la atraviesa... ¡Oh no!

¿Qué demonios ha pasado aquí? Esta escena muestra mejor que ninguna otra la radical imposibilidad de atrapar al Correcaminos, ya que este puede habitar y correr en una dimensión vedada al Coyote. El Correcaminos se convierte en una especie de objeto ideal de segundo grado: puede correr por la ilusión creada dentro de la ilusión, por los dibujos animados creados dentro de los dibujos animados. Naturalmente, la ilusión primordial consiste en que en el mundo de los dibujos animados no existen consecuencias, no hay efectos verdaderos, el Coyote no muere aunque se caiga de un precipicio veinte veces o le exploten granadas en la boca.

viernes, 18 de octubre de 2013

jueves, 17 de octubre de 2013

Simples preguntas

¿No es un poco exagerada esta especie de mitologización de los cocineros, concebidos poco menos que como figuras heroicas que luchan contra Cronos, que está llevando a cabo la televisión? ¿Hemos pasado del Matemático Demente o del Artista Sufriente al Cocinero Hercúleo que lucha contra obstáculos cada vez mayores y más arbitrarios? ¿A qué viene esto? ¿El proceso de decadencia de Occidente ha alcanzado tal extremo que ahora solo nos interesa la comida? ¿Qué sentido tiene ver excelsas creaciones artístico-culinarias que, en realidad, están destinadas al gusto? ¿No hay una especie de conflicto de facultades o, mejor dicho, de sentidos? ¿En qué momento hemos pasado de los sensatos y útiles programas de cocina que enseñaban a cocinar a las espectaculares escenificaciones dramáticas condimentadas con una espesa salsa de emotivismo desatado que muestran la heroicidad que supone cocinar complejos platos luchando contra el reloj? ¿Soy el único al que todo esto le parece de lo más extraño? ¿Soy el único que piensa que estamos ante una fracasada revalorización del sentido del gusto, considerado altaneramente por la tradición del pensamiento occidental como muy menor respecto a la vista o el oído? ¿Soy el único para el que es evidente que la tele envía imágenes, no sabores, y que por lo tanto es absurdo y ligeramente perturbador estar viendo platos que uno no tiene posibilidad de comer y que en esto reside precisamente el fracaso de esa supuesta revalorización? ¿Soy el único que considera malsano el enaltecimiento de la competitividad que realizan estos programas, aunque después la maticen sirviéndonos un postre lacrimógeno de sentimentalismo redentor? ¿Acaso no es raro que todo siga una especie de patrón narrativo tan cuadriculado, de conflictos y resolución catártica de los mismos? ¿A nadie más le irrita el descarado uso de la música que se hace en los programas televisivos de glorificación culinaria para crear un clima de tensión? ¿A nadie más le parece que los severos jueces con sus estrellas Michelín son unos capullos tiquismiquis? ¿Nadie más sospecha que el montaje de las imágenes de cocineros correteando frenéticamente de un lado para otro como pollos sin cabeza intercaladas con imágenes del reloj en su inexorable cuenta atrás está manipulado y que, por ejemplo, están dando la imagen de los cocineros cinco o seis minutos antes de que se acabe el tiempo y la imagen que a continuación muestran del reloj indica que queda menos de un minuto, de tal manera que se produzca un efecto de suspense en el espectador y este se inquiete, dado que parece imposible que el cocinero pueda emplatar dentro del tiempo asignado? Y, por último, ¿no se produce una disonancia estética tremenda entre los modelos de Agatha Ruiz de la Prada, caracterizados por su cromatismo naif, que viste Chicote y su actitud?

Saltar (narración icónica y elíptica)

Norman Rockwell, High Dive

David Hockney, A bigger splash

miércoles, 16 de octubre de 2013

Alinear palabras

Un día gris, nublado, fantasmal, perezoso, quieto, callado, ensimismado, retraído. Sin música, sin apenas salir de casa, sin llamadas, sin mensajes. Sobrevivir al insomnio y al mediodía a base de café y cigarrillos. Las nubes, afuera, pasan lentas, parsimoniosas, abúlicas, reptan por el cielo mórbido.

Un escritor alinea palabras, dijo Perec, el acróbata lingüístico por excelencia, posiblemente la reencarnación de Cristo, al decir de Arcimboldi. Y esa es la mejor definición posible del escritor. Podríamos añadir: el escritor no piensa, escribe. Podríamos decir que eso lo dijo Barthes. Si no lo dijo, da igual, diremos que eso es lo que quiso decir o lo que debió decir.

Aunque no es cierto que haya sido un día sin música y sin apenas salir de casa y sin llamadas y sin mensajes; eso ha sido dicho únicamente por razones de sintaxis y ritmo. El escritor alinea palabras, pero estas no tienen por qué corresponder con la realidad, con las cosas, pueden ser un balbuceo desgarrado que flota en el vacío o un murmullo subterráneo que atraviesa el mundo.

La literatura traiciona a su destinatario, dijo el vilmente vilipendiado Derrida. O sea, que no está dirigida a nadie en particular y, por eso mismo, está dirigida a cualquiera. Algunos libros maravillosos simulan estar dirigidos directamente a ti. Naturalmente, quien no sostiene la fantasía, quien se carga el simulacro, quien no aplaude porque no cree en las hadas, mata a un hada*.

Un libro para todos y para nadie, subtitulaba Nietzsche su Así habló Zaratustra. Como todos los libros.

Y ahora que ya hemos citado a unos cuantos franceses, a un escritor ficticio, a un alemán bigotudo y hecho una referencia a Peter Pan, el niño trágico, ahora que ya hemos alineado unas cuantas palabras, ya podemos ir dando por concluido el post de hoy.

*Evidentemente, Fantasia está amenazada por la Nada (La historia interminable, Michael Ende).

sábado, 12 de octubre de 2013

Un hombre en una habitación

La claridad matinal, el frescor nítido cayendo del mismo cielo de siempre como una bendición, un cielo muy azul, pero detrás del azul, lejos de aquí, la negrura y el misterio, el misterio que es una puerta, una puerta que no se abre. Un hombre en una habitación. Tose y enloquece. Una bendición o una maldición. Tu conocimiento intuitivo y tus epifanías no son más que espasmos cerebrales, dice una voz. Pero el viento es cierto, responde el hombre, la calle solitaria es cierta, aunque todo camine hacia el derrumbe, hacia las bellas ruinas cubiertas de nieve. Tu manía de expresarte no es más que individualismo narcisista, no eres más que un monigote blandengue, un simio parlante neorromántico incapaz de asumir deberes y tareas, dice la voz, una voz severa que clama en el desierto. Pero no es culpa mía, responde el hombre, no fui yo quien liquidó el futuro, no fui yo quien desencantó el mundo, nada más llegar aquí ya estaban todos parloteando sobre el nihilismo moral y las éticas débiles, lo juro, en los ochenta había un montón de imbéciles integrados, hedonistas y conservadores. Tu manera de echar balones fuera, mientras te quedas fumando y mirando por la ventana, revela que tú eres otro imbécil integrado, por mucho que sueñes con ser la voz agorera de los apocalípticos. El hombre se queda en silencio. Sueña que camina durante días, agotado, al límite de sus fuerzas, resistiendo las inclemencias del tiempo, resistiendo el hambre y la sed. En su sueño, camina en busca de un desierto. Naturalmente, el desierto es también un laberinto. Los primeros monjes se mudaron a un elemento hostil al hombre. El éxodo fue el más radical acto poético al que jamás determinaron elevarse los hombres. En su sueño recuerda estas frases, leídas hace tiempo. Acuden a su mente como reverberaciones fugaces, promesas imposibles. Frases salvajemente antipolíticas y seductoras. Los paseos solitarios del más solitarios de los escritores. Otra frase: el autismo es el límite mismo de la política. Camina y camina. Luego, sometido a la lógica desconcertante de los sueños, se encuentra en una plaza, en Madrid, en la que nunca ha estado. La plaza está abarrotada de gente. Una joven escritora, a la que nunca ha leído y solo ha visto en fotografías, se cruza con él. Sus cuerpos chocan. La joven escritora se aleja. Poco a poco, toda la gente se va marchando. Más allá de la plaza, llanuras infinitas de arena blanca, refulgente. La plaza, sin embargo, se ve sumida en una sombra ominosa. La joven escritora regresa. Ahora están solos y se miran a los ojos. El hombre quiere decirle algo, pero tiene miedo de quedar como un imbécil, y no dice nada. Ella tampoco dice nada. Al regresar de su sueño o de su ensueño la voz vuelve a amonestarle. Deja de evadirte, dice la voz, cuyo tono ahora es terrible. Tus fantasías jamás abolirán el principio de realidad. El hombre siente ganas de replicar que tal vez la vida sea una evasión, pero sabe que la voz le diría que no le venga con frases de escritores.

jueves, 10 de octubre de 2013

Lo rural

Parece que lo rural empieza a ser algo recurrente entre autores jóvenes, leo por ahí. Qué horror, me digo. Lo rural mata el espíritu. ¿No leen a Bernhard? Si uno, por desgracia, se ve en la tesitura de morar en un ambiente rural, debe hacerlo como un condenado que anhela con todas sus fuerzas residir en una gran ciudad y confía en que su calvario pasará pronto. Los urbanitas ven un campo idealizado. Pero lo rural es el horror. Al pueblo de sus progenitores, por ejemplo, uno debe ir a comer y nada más. Debe huir tan pronto haya terminado el café. Ah, pueblos medio despoblados de Castilla y de León, dejados de la mano de dios, qué atroces sois todos, qué implacable desolación metafísica infundís en el ánimo.

PD: No obstante, los campos de Castilla, como bien decía Ortega, son el paisaje más bello del mundo.

PD2: La primera posdata tal vez se contradiga con el furibundo mensaje antirural precedente. ¿Me contradigo? Muy bien, me contradigo (citando a Vila-Matas citando a Joyce).

Constatar ese desorden

El gran Nacho Vegas. Yo también le considero un poeta, no porque se puedan leer sus letras sin la música, sino porque sus letras, cantadas y acompañadas por la música, te vuelan la tapa de los sesos.

miércoles, 9 de octubre de 2013

El ermitaño aterido de frío (sin motivo narrativo, sin moraleja y, por supuesto, sin trama)

El frío, que siempre vuelve, ya había atenazado de nuevo sus huesos y helado sus manos y por eso S. se retorcía y contorsionaba de forma más artrítica que elegante en su silla azul (también eran de color azul su cenicero, su toalla y su mp3, entre otras cosas). Trataba de sacudirse el frío de encima, pero no lo lograba. Estoy definitivamente entumecido, se dijo, apenas si puedo moverme. Lo mejor será que me acurruque en un rincón, contento de poder, al menos, respirar. Con sus manos torpes como garras abrió la novela que estaba leyendo, escrita por un judío erudito y socarrón, una novela que supuestamente hablaba sobre un ermitaño pero que en realidad era un embrollo demencial. La trama, si la había, era ininteligible. Las citas, reales e inventadas, se sucedían sin orden ni concierto. En las notas a pie de página se hacía referencia a libros inventados. Una especie de diáspora semántica estallaba entre sus páginas. Una buena novela, sin duda. Las personas que intenten hallar una trama serán fusiladas, se advertía al final de la novela, citando a Mark Twain. Bien. Los oídos comenzaban a dolerle, por culpa del frío, obviamente. La fuerza necesaria para teclear le abandonaba. Lo notaba. Escribir una frase era un tormento indecible. Se estaba convirtiendo en una piedra. El dolor se ramificaba por sus brazos, su cuello, su nuca, hasta invadir la totalidad de su ser. Seguía, no obstante, escribiendo. Una piedra sufriente, el judío errante paralizado, catatónico. No más errar por ahí, que el mundo se prosterne ante ti, en tu habitación congelada. Superar la adversidad, se dijo, me hará más fuerte. La frase le sonó idiota pero acertada. S. era un gran defensor de los escritores diletantes y también de la idiotez, de la estulticia y de la pereza. Su cita preferida de Bukowski: mi ambición está limitada por mi pereza. No todo el mundo puede comprender la teoría de la relatividad ni al puto Gödel. Él estaba con los torpes, con el batallón de los torpes, con el bien nutrido grupo de los que suspendían matemáticas y repetían cursos y eran incapaces de pasar niveles del Candy Crash sin pedir ayuda. Se hallaba en un moderado estado de dicha nietzscheana, por así llamar a su determinación de escribir resistiendo el dolor. Dolor más superación igual a éxtasis. Algo así. No tenía tiempo de pensar en lo que pensaba. De pensar en lo que decía o se decía o escribía, solo de teclear en mitad del dolor y del drama de la vida y del cuerpo aterido de frío. En el infierno no hay llamas, solo frío. El frío es mil veces peor. Claro que en medio de una hoguera uno pensaría lo contrario. Todo depende del contexto. Incluso, o sobre todo, o como cualquier otra cosa, los significados. Pero los significados no existen. No, al menos, como cosas. En otra ocasión debo meditar esta cuestión, cuando tenga tiempo, pensó S. El dolor de oídos se expandía de forma imprecisa y no podía estar seguro de si ahora también le dolían las muelas o era solo el dolor de oídos que ya lo había invadido todo. El dolor, dicho sea sin más, es irracional. Algo que no encaja en, digamos, el esquema hegeliano de cómo son las cosas. El dolor es irracional, el dolor es real, por lo tanto lo real no es racional. Lo real es, y eso a lo mejor ya es decir mucho, y eso que el ser no es un predicado real y todo eso... El frío trastornaba la mente de S. y este estuvo enredado en tediosas disquisiciones abstractas durante un rato bastante largo sin sacar provecho alguno. La novela del escritor judío (dicho sea también sin más, S es un gran fan de los escritores y los filósofos y los cineastas judíos en general pero sobre todo, lógicamente, de algunos en particular, entre los cuales podemos mencionar arbitrariamente a Kafka, a Spinoza y a los Coen, pero no a Philip Roth) tiene menos de cien páginas y se lee fácilmente en un día, eso sí, sin enterarse uno de nada o de casi nada, lo cual, de alguna forma, por algún motivo, a saber cuál, invita a releerla de inmediato. La novela, por lo demás, ni empieza ni acaba. Bien mirado y pensado, esto es así de todos los libros. El frío le impide a S. seguir reflexionando, o seguir haciendo algo parecido a reflexionar, lo que fuere, y deja que la novela se caiga de entre sus agarrotadas manos a la vez que inicia otra serie de movimientos poco elegantes con el objetivo de desentumecerse de una vez por todas. Dado el fracaso de sus contorsiones, que no logran distender su anguloso y rocoso cuerpo aterido por el frío repentino, decide darse una ducha con el agua muy muy caliente, prácticamente hirviendo. Eso le desentumecerá y le lanzará de nuevo al mundo de los activos, de las personas no susceptibles de ser confundidas con piedras cubiertas de escarcha. El potencial redentor del agua y de las palabras es indudable, se dice S., con tono triunfal, contento con su hallazgo verbal o teológico. Mejor si el agua sale limpia y pura, si las palabras fluyen gráciles y aladas, pero si el agua está sucia, si arrastra tierra rojiza, si las palabra salen a trompicones, con esfuerzo, más como una serie de escupitajos que el lector quisiera evitar que como un arroyo rumoroso de aguas cristalinas en el que el lector quisiera bañarse, pues qué se le va a hacer. Escribir y ducharse con agua prácticamente hirviendo todos los días (imagina S. que así inicia un remedo de las cartas morales a Lucilio, de Séneca) desentumecen cuerpo y alma, aunque uno escriba con anacolutos y se líe con los tiempos verbales y tenga pesadillas con las preposiciones.

PD: El ermitaño aterido de frío había vuelto a fumar demasiado. Se mesaba su larguísima barba mientras la ceniza de los cigarros se desparramaba sobre el teclado y sobre las amarillentas páginas de la novela. Su fe en las palabras permanecía incólume, al margen de las noticias apocalípticas sobre el fin de la novela y al margen de los escritores sollozantes. Después de escribir algo, lo que sea, dice nuestro escritor diletante, siento que mi daímon interior ejecuta unos pasos de baile y sonríe satisfecho. Y añade: ya pueden considerarme un lunático, o no creerme, o creer que lo digo solo de modo figurado, pero quien escribe no soy yo, es mi daímon.