martes, 30 de octubre de 2012

Arreboladas mejillas decimonónicas: la turbulencia pasional y sus signos


Estoy bastante seguro, aunque no lo he comprobado, de que la palabra que más veces se repite en las cien primeras páginas de Ana Karenina es mejillas y de que casi siempre están ruborizadas o, lo que viene a ser lo mismo pero mejor dicho[1], teñidas de arrebol



[1] Mejor significa aquí lo siguiente: con un estilo deliciosamente desfasado que nos retrotrae a ese mundo decimonónico de pasiones amorosas que se manifiestan, pese al intento de reprimirlas, en signos bien visibles: las mejillas arreboladas. No es que las pasiones sean exclusivas del siglo XIX, claro, pero no parece posible escribir algo así, hoy, sin la mediación de una conciencia irónica o cualesquiera modalidades discursivas oblicuas que atenúen la violencia que hay implicada en decir las cosas directamente. Si alguien, hoy, escribiera que a un personaje se le tiñeron las mejillas de arrebol, para describir la súbita impresión producida por la contemplación del objeto de deseo, la intención del escritor, probablemente, sería paródica o, en el caso de no serlo, estaría cayendo en una cursilería imperdonable. Dado que no podemos sino ser hijos de nuestro tiempo, verdad de Perogrullo, por lo demás, no podemos ya sino sentir la distancia que nos separa de ese mundo, de esos signos y expresiones que envuelven a los novelones decimonónicos. Ciertamente, necesitamos nuestros propios modos y formas de escribir, pero eso no es motivo para denostar a los grandes maestros, como hacen algunos que usan sistemáticamente el adjetivo decimonónico con connotaciones peyorativas y que confunden innovación con ignorancia, y que conste que a mí me pirran la fragmentación, la ausencia de sentido englobante e incluso de final, la primera parte de El Ruido y la furia, con su narrador idiota y el caos verbal que parece echársete encima como un vendaval, El Innombrable y los fuegos artificiales vistos desde la orilla de Sandymount, pero eso sigue sin ser motivo para denostar al siglo XIX, así, en bloque. Decía cierto profesor, de cuyo nombre no queremos acordarnos (he/hemos cambiado a la primera persona del plural, de aquí en adelante, para adoptar un tono más academicista), pero del que hemos de decir que no parece haber comprendido la teoría del cierre categorial, que en la literatura lo que hay son sistemas de ideas objetivadas. No vamos a negar que esto sea así, pero nos parece insuficiente, de todas formas. En las mejillas arreboladas, por seguir con nuestro ejemplo, no hay tanto una idea como el signo expresivo de una pasión. Tampoco habría un sistema de ideas de las pasiones, sino la expresión de la vivencia de esas pasiones. Donde sí que hay un sistema, more geométrico además, de las pasiones y afectos, es en la Ética del divino Spinoza, por ejemplo, que justamente no es una obra literaria, por mucho que puedan alabarse las cualidades estéticas de su prosa, cristalina y solar. Si en la literatura solo hay sistemas de ideas, ¿en qué se diferencia de la filosofía? Por nuestra parte, aunque no sostenemos esto como tesis ni somos expertos en literatura, creemos que la nota diferencial y específica de la literatura radica en el uso expresivo del lenguaje, por encima incluso del uso significativo, lo cual podría acarrearnos las acusaciones de irracionalistas a las que tan aficionado es el no mentado profesor, quien, por cierto, ve un sistema de ideas racionalista y coherente en Los cantos de Maldoror, pero no lo ve en Así habló Zaratustra, de Nietzsche, quien según el profesor es un teólogo incapaz de usar la razón. Misterios de la vida. En la teología también hay sistemas de ideas objetivadas, por cierto. En el nombre del Señor, si Santo Tomás no es sistemático, ¿quién lo es? En fin, lo que queremos decir es que sí, insistimos, hay ideas en las obras literarias, e incluso discusiones filosóficas, como en La montaña mágica, pero que nadie se pierde en la nieve en la Crítica de la Razón Pura ni se ruboriza ni pega las mejillas ardientes al frío cristal de la ventana de un tren y que estas cosas, perderse en la nieve, pegar las mejillas ardientes al frío cristal de la ventana de un tren, no son ideas generales, sino signos expresivos, singularidades que no expresan algo unívoco o perfectamente determinado y acotado, sino algo abierto, indeterminado y, llámesenos místicos chiflados o lunáticos descerebrados, algo así como un flujo de intensidades que corre por encima o por debajo de los significados establecidos. Sabemos, no obstante, que todo este rollo de las intensidades irreductibles a los significados establecidos puede ser, y de hecho es, utilizado por dispositivos como la publicidad, con el objetivo de dirigir el deseo y la demanda, en el marco de un sistema capitalista. No estamos haciendo un llamamiento al abandono de la razón. Solamente decimos que el ser humano es tanto un sujeto racional como pasional. La definición de Faulkner, bien poco científica, pero precisa, preciosa y valiosísima, de la literatura como un fogonazo que ilumina la oscuridad que nos rodea, nos apasiona mucho más que esas definiciones de cartón piedra que nos proporcionan determinados profesores de los que sospechamos que no han entendido la teoría del cierre categorial y que imaginamos con un sempiterno ceño fruncido, aposentados en el Tribunal de la Razón y trabajando sin descanso en la caza de los herejes que no se ciñan a la única interpretación correcta que debe existir de una obra literaria y que convierten así, lo sepan o no, al sentido en una entidad metafísica hipostasiada, por mucho que presuman de materialistas. Ahora, como seguramente habrán notado, estamos desbarrando bastante. Tampoco queremos dar la impresión de que nuestros huesos se derritan por los popes de la posmodernidad o de que pensemos que no hay criterios y, en consecuencia, todo vale. No es eso. No todas las interpretaciones de una obra literaria son válidas, ni todas valen lo mismo, pero es que tampoco hay, necesariamente, una que sea correcta y que excluya a todas las demás. Por poner un ejemplo concreto, Casa tomada, de Cortázar, ¿acaso tiene una única lectura correcta?, ¿hay un sentido único, invariable, que el lector debiera desvelar?, ¿no se da así ya por supuesto que el sentido es único en lugar de ser múltiple?, ¿este dar por supuesto no es una petición de principio de índole metafísica? El sentido que puede atribuirse a Casa tomada, por otra parte, debe estar ligado a la obra. Es cierto que las interpretaciones en ocasiones se desentienden de las obras y las usan como meros pretextos, lo cual aquí nos desagrada profundamente, lo aseguramos, pero, a su vez, no es menos cierto que el hecho de que haya interpretaciones delirantes de muchas obras se usa como pretexto para intentar restaurar un Antiguo Régimen en el que una casta privilegiada detente el monopolio hermenéutico y prohíba las lecturas que considere desviaciones irracionalistas de lo que verdaderamente significan, como si lo que verdaderamente significan resultase evidente y no fuese el problema mismo de la interpretación y lo que es objeto de controversia, por no meternos ya en jaleos de tal magnitud como el de la noción de verdad. En definitiva, y ya vamos a ir acabando, aquí creemos en la literatura como alfombra mágica. ¿Somos irracionalistas por ello? Muy bien, pues lo somos.

lunes, 29 de octubre de 2012

Llegó el invierno

Llegó el invierno. Es urgente ponerse a leer a escritores rusos. ¡Viva el siglo XIX! ¡Viva Tolstoi!

viernes, 26 de octubre de 2012

Un cerebro nuevo

Se percató de que tal vez ya iba siendo hora de librarse de su apego irracional a determinado objeto, que usaba de forma idiosincrásica, desconectados de su función, haciéndolo girar entre los dedos continuamente; apego que evidenciaba un rasgo autista, según se deduce de lo que se indica en el segundo borrador del DSM-V: TEA, concretamente en el apartado de patrones repetitivos y restringidos de conducta, donde también se indica que los síntomas deben estar presentes en la infancia y que el Síndrome de Asperger debe ser eliminado en cuanto categoría independiente y subsumido en la categoría más amplia de trastornos del espectro autista. El propósito de librarse de una vez por todas de su apego se enfrentaba, sin embargo, a la paradoja de un cerebro con rasgos autistas intentando eliminar por sí solo esos mismos rasgos autistas. La cosa no parecía tener solución. Su apego irracional comenzó antes de cumplir los tres años. Más de veinte años después, se percató de que tal vez ya iba siendo hora de librarse de su apego irracional a determinado objeto, pero la paradoja era inevitable, y también se percató de eso. La cuestión era cómo desprenderse del objeto y no verse sumido en una espiral de angustia imparable. Después de meditarlo concienzudamente, decidió que la única manera de lograrlo sería buscar el camino de baldosas amarillas y recorrerlo, para finalmente pedir otro cerebro, distinto del suyo, porque con su cerebro la disyunción era exclusiva: o bien el apego irracional, o bien la angustia, la desorientación, la sensación de que una parte de sí mismo le había sido arrancada. Se imaginaba al espantapájaros y a sí mismo, juntos, cogidos de la mano, dando saltitos por las baldosas amarillas, cantando: queremos un cerebro nuevo... y no un maldito diploma, ya tenemos un maldito diploma.

Courage!

Según una psicoanalista, el objeto autista impide el desarrollo de la imaginación y sirve como coraza protectora frente a un mundo visto como confuso e incomprensible. Un mundo estridente y lleno de estímulos, demasiados estímulos, un mundo agotador. No se hacía ilusiones. Si lograba desprenderse de su apego irracional, seguramente el mundo seguiría siendo igual de abrumador y ruidoso, o peor, lo sería mucho más. Seguiría necesitando soledad y calma. Seguiría fascinado por el color del cielo al atardecer y seguiría resultándole terriblemente molesta cualquier mínima variación ambiental o cualquier alteración del orden preestablecido en el que ejecutaba complejos rituales sin función aparente. Le seguiría pareciendo intolerable que alguien ocupara su sitio, por ejemplo. Si alguien estaba en su sitio, no se sentaba. Si al ir a desayunar alguien estaba ocupando su sitio, ese alguien debía levantarse, o no se sentaba. Seguiría angustiándole no saber por anticipado qué es lo que va a pasar en una determinada situación. La cuestión era, por tanto, que aun desprendiéndose de su rasgo autista más evidente, algo que, por lo demás, rozaba lo inconcebible o era directamente inconcebible, no habría solucionado nada, porque había toda una serie de rasgos autistas concomitantes menos evidentes que eran como el subtexto implícito en el que estaba envuelto su apego patológico.

The man behind the courtain.

El problema, desde luego, es que el Mago no es, en realidad, un Mago, que el Gran Otro no existe y  que estamos solos.

And Scarecrow's brain?

La paradoja respecto a querer dejar de controlar por anticipado situaciones incontrolables era que quería controlar y saber por anticipado cómo había que dejar de controlar por anticipado situaciones incontrolables. Un cerebro con rasgos autistas intentando eliminar sus rasgos autistas tiene estas cosas. Las dificultades lógicas siempre están ahí. La cosa no parecía tener solución. Según la psicoanalista, los objetos autistas no solo impiden el desarrollo de la imaginación sino también el desarrollo del habla. En su caso, esto no era cierto. Aprendió a hablar con normalidad, si bien no vamos a negar que llevar el peso de una conversación le parece algo agotador y que en ocasiones no le apetece hablar y que cuando no le apetece hablar y le obligan a hablar odia a quien le obliga a hablar. Aunque no es odio exactamente lo que siente y, en realidad, sea lo que sea, se dirige contra sí mismo. Se parece más a un ataque de mutismo transitorio. No le suele suceder, pero cuando le sucede hablar se convierte en una tarea titánica, como ponerse a barrer hojas en medio de un huracán. Cuando tenía seis años, su profesor llamó a sus padres para decirles que el niño no hablaba nada en clase y preguntar si estaba bien. Estaba bien. En el recreo hablaba, jugaba, se relacionaba con sus compañeros. En clase no pronunciaba ni una palabra. Lo que pasaba era que había interpretado literalmente al profesor cuando dijo que no hablaran en clase, a no ser que no entendieran algo. Hasta ese momento, lo había comprendido todo, así que no había hablado, les explicó a sus padres.

Surrender Dorothy.

También según la psicoanalista, los objetos autistas sirven para generar sensaciones tranquilizadoras mediante movimientos rítmicos y crean un mundo cerrado en el que no se deja entrar a nadie. Funcionan como barrera. Esto es cierto, pero a medias. No funcionan solo como barrera. Tras más de veinte años de apego irracional, no sabe bien cómo funcionan, pero está seguro de que no solo funcionan como barrera. No es exactamente así. Tranquilizan, claro; ya hemos dicho que la alternativa al objeto es la angustia, la sensación de que su sí mismo se ha volatilizado o disuelto o se ha dispersado y él ya no tiene ningún tipo de unidad, lo cual es un tipo específico de angustia que habría que diferenciar del conjunto de la angustia en general. Tampoco es que sea una angustia especialmente intensa, más bien se trata de una especie de estado de desconexión consigo mismo potencialmente aterrador, aunque aterrador tal vez sea una palabra demasiado fuerte. Habría que inventar una palabra que designara exclusivamente esa sensación, sino no puede haber más que equívocos y aproximaciones conjeturales, pero no pueden existir lenguajes privados, así que de nada serviría que se inventase una palabra que designase con el más alto grado de especificidad dicha sensación y cuyo significado solo fuese accesible para él, porque precisamente por eso, porque solo sería accesible para él, no significaría nada. Tampoco es que necesite tener el objeto siempre, o que siempre que no lo tenga se produzca este estado de desconexión. Es difícil de explicar.

We are not in Kansas anymore.

No obstante, es la intersección entre el conjunto de déficits en la interacción social recíproca, el conjunto de la comunicación, el lenguaje y el juego simbólico y el conjunto de las conductas e intereses restringidos y repetitivos lo que podríamos calificar de autismo en sentido estricto, mientras que si los tres conjuntos no se intersectan tendríamos que hablar, por ejemplo, en el caso de que se den síntomas solo en dos áreas, o de que se den en las tres áreas, pero de forma leve, de trastorno general del desarrollo no especificado, categoría tan vaga que no parece ni una categoría, por cierto. El espectro del TEA parece ser un continuum bastante difuso en el que no se sabe muy bien en qué punto se pasa de la normalidad a la anormalidad. Se habla de grados, de cantidades intensivas, difícilmente medibles. Las respuestas de los test usan cuantificadores como mucho o poco, cuantificadores de por sí difusos y que además solo adquieren sentido contextualizados. El concepto de continuum tal vez implique una aproximación infinitesimal al concepto de verdad. Estamos en las pantanosas aguas de la lógica difusa. La claridad de la teoría de conjuntos es engañosa.

You, my friend, are a victim of a disorganizated thinking.

Nuestro protagonista opina, por cierto, que llamar trastorno al trastorno del espectro autista es un error. La idea de trastorno sugiere que ha habido un cambio repentino, o más o menos repentino, que se ha perturbado la conducta o la conciencia. Nada más lejos de la realidad.

Aw, that's too bad

La mayoría del tiempo está bien, en términos generales. Tiene problemas para hablar en público, cierto. Tiene problemas para mirar a la gente a los ojos, cierto. No lleva bien que le toquen desconocidos, cierto. Repite mentalmente tres veces las palabras exactas que va a usar para comprar tabaco y siempre dice lo mismo, cierto. Coloca en el mismo orden, antes de irse a dormir, el tabaco, el cenicero y las gafas, cierto. Coloca, en general, objetos en un orden preciso, cierto. Sigue un orden preciso y carente de sentido que consiste en dar la luz del flexo de la mesilla de noche antes de ir a lavarse los dientes y volver a la habitación para encontrarse con la luz del flexo ya dada, cierto. No se le da bien iniciar conversaciones, cierto. Es un poco obsesivo, cierto. Está obsesionado con David Foster Wallace, cierto. Pero, en términos generales, la mayoría del tiempo está bien.

Who said that?

Otra cosa que dice la psicoanalista, y que explica el hecho de que considere al psicoanálisis una espantosa pseudociencia infinitamente más dañina que la cábala o la astrología, es que el objeto autista es el resultado de no sé qué que falla al desprenderse de la madre. La teoría es un puro delirio y, lo peor de todo, una insensatez. Espera que los científicos de verdad la emprendan a golpes contra los psicoanalistas en los congresos. Desea con fervor que los psicoanalistas se extingan de la faz de la tierra. Son peligrosos y son malos. Sin ánimo de ofender.

Some people without brains do an awful lot of talking... don't they?

Es posible que también esté obsesionado con El Mago de Oz.

jueves, 25 de octubre de 2012

Desayuno con uvas y cerveza

Como hemos pedimos la bebida justo antes de que el local fuese a cerrar, tenemos que salir y beber en la calle. Hay gente a la que hacía mucho tiempo que no veíamos. Nos saludamos. Hablamos de cine clásico. He visto Desayuno con diamantes más de diez veces, comento. También he visto Charada, sí. Considero que cualquier película en la que salga Audrey Hepburn se convierte en una obra maestra por la magia inefable de su presencia, del resplandor que irradia desde cada poro de su piel. Si Platón hubiera podido contemplar el rostro de Audrey, no habría tenido ganas de progresar hacia la belleza absoluta, solo de fijar la mirada en la superficie. Lo más profundo, como se sabe, es la piel. El solo hecho de poder ver la imagen de Audrey Hepburn dota al Universo de sentido. Todo el ruido y la furia y la desesperación y el horror quedan de algún modo atenuados, redimidos casi. Un ser intermedio entre los mortales y los dioses. Confundir a Jennifer Connelly con Sandra Bullock, qué infamia, qué calumnia, qué falta de sensibilidad para captar los matices. Sandra Bullock es el mal y Jennifer Connelly se diferencia infinitamente de ella, comento. Lo que el viento se llevó, creo que la veo una vez al año, por lo menos. Vivian Leigh, otra actriz con magia, en efecto. Ya no se hace cine como el de antes. Soy un conservador, estéticamente hablando, y un retrógrado y un nostálgico. Lo admito. No puedo remediarlo. Sea como sea, yo amo el cine clásico, y punto. John Ford, eso son palabras mayores. Sí, es muy joven, usted solo conoce la ciudad desde que la cruzó el tren; era muy diferente entonces, muy diferente, señor Scott, muy diferente. Magistral. Incontestable. Tengo frío. El tren inaugura otro mundo, claro. Tal vez también estemos ahora en el fin de algo que no acaba de morir y al comienzo de algo que no acaba de nacer; tal vez en todas las épocas se tiene esa sensación. Estamos en medio, siempre. Ignoramos el principio y el final. Quedan fuera de foco. Pero ser contemporáneo es ser intempestivo, para ver la propia época hay que tomar cierta distancia. Es muy abstracto y muy vago lo que estoy diciendo, lo sé.

Jose Luis Garci dijo una vez que Faulkner era un coñazo y que Truman Capote no. Pero Truman Capote, gran escritor, por supuesto, dijo que Faulkner era un gran escritor. No tiene sentido confrontarlos. Ambos fueron geniales. Qué manía de oponer, de competir. ¿Para qué?

Paso de pedir patatas porque no tengo hambre, así que pido otra cerveza. Luego me entra hambre y pico patatas de todo el mundo. Discutimos con un chaval que está sentado en nuestra mesa, con nosotros. Nadie sabe quién es. Es amigo de alguien, o algo, pero nosotros no le conocemos. El chaval opina que Darwin era un farsante. No cree en la evolución. Mi amigo biólogo le va rebatiendo, pero el chaval quiere una prueba fehaciente que demuestre la evolución del mismo modo que, según él, la caída de una manzana demuestra la ley de la gravedad. El chaval no usa la palabra fehaciente. El chaval es irritante y obtuso a más no poder y no se calla. Ha visto un vídeo en Internet. Habla tanto que no escucha, así que tenemos que gritar. Le hablamos de procesos sin sujeto, mecanismos causales, caracteres adquiridos no heredables, ausencia de intencionalidad, falacias teleológicas. Inútil. Nuestra autoridad no es nada comparada con un vídeo de Internet. La evolución es una opinión, todo son opiniones, todas las opiniones son igualmente válidas. Las pirámides las construyeron los egipcios o los extraterrestres. Es una cuestión indecidible. Los reptilianos pudieron existir y darnos la inteligencia, etcétera. Le pregunto a mi amigo si se da cuenta de con qué clase de conspiranoicos descerebrados solemos discutir y de lo frustrante que resulta. Aunque tal vez no tengamos razón, tal vez seamos presuntuosos y arrogantes. Tal vez. La posibilidad de ser visto como un tipo arrogante me produce escalofríos. Es lo que menos quiero en el mundo. Se da cuenta, claro. Resignado, propongo admitir el fracaso de la educación y dejar que los bárbaros pululen por el mundo creyéndose lúcidos y sagaces críticos de la ciencia convencional. Es inútil mandar a luchar nuestras naves contra los elementos. Es inútil darse cabezazos contra la pared. Terminamos las patatas y las cervezas. Son las cinco y media de la mañana.

Caos de gente entrando y saliendo. Parece una escena cómica de cine mudo. Gente apelotonada sobre la barra, pidiendo, con impaciencia, y gente que entra y sale por detrás de ellos y brazos en alto, por encima de las cabezas arremolinadas, sosteniendo raciones de patatas y kebabs y cañas de cerveza.

Estamos otra vez en la calle, fumando y pasando frío, como siempre. Se nos acerca un hombre. Tiene la mirada a la vez penetrante y perdida, fija y desvalida, como atraída por un punto que se sustrae del régimen de lo visible. Una mirada triste, desgraciada, que provoca una insoslayable sensación de malestar. Una mirada que mira sin ver. El hombre pide un cigarro y fuego. Le cuesta mucho hablar, cambia de tema con brusquedad, parece sumido en meditaciones abstrusas, en pensamientos incomunicables, inasibles. Se esfuerza visiblemente por hacerse entender y cada poco admite su derrota, su incapacidad para expresar con las palabras adecuadas lo que quiere decir. Pensar: luchar contra el lenguaje, con el lenguaje, en el lenguaje, estar atrapado en el laberinto, en medio del laberinto, buscando el camino. Le escuchamos con paciencia, aunque mis amigos le prestan una atención flotante, por así decir; hablan entre ellos y no le hacen mucho caso. Yo le presto una atención tremenda, porque en cuanto te despistas no sabes de qué narices está hablando. Cada poco nos pregunta si sabemos qué es una montaña. En el fondo, toda la situación es muy triste. La estructura de su discurso es un delirio: los temas van y vienen sin asomo de ilación lógica. Frases entrecortadas sobre Jesús, Rey de reyes, el cristianismo, la creación del mundo, Nietzsche, chistes, adivinanzas, C. S. Lewis y explicaciones sin pies ni cabeza sobre la naturaleza de la luz o los números binarios forman un flujo ininteligible e inagotable. Borbotones de palabras. Estoy intrigado por lo que dice. Creo que debe de haber una lógica oculta tras sus palabras, un sentido que las guíe. Al final se descubrirá que la pregunta por la esencia de la montaña forma parte de una adivinanza, cuya formulación completa se alarga durante muchos, demasiados minutos, entreverada por todo tipo de digresiones, sobre el significado de la palabra filosofía, entre otras disquisiciones filológicas bastante aventuradas, y la planificación de un hipotético robo en el cual cada uno de nosotros tendríamos un papel que cumplir, un rol, una función determinada. Sería un consuelo tener un papel y no ser un paria, aunque fuese en un plano imaginario. El hombre va asignando papeles a cada uno de mis amigos. A uno le toca ser el conductor, a otros vigilar, a otros desactivar las alarmas. Yo me quedo sin papel. Concluye, finalmente, con un gran esfuerzo, la formulación de la adivinanza, que nadie intenta siquiera responder, porque solo retrospectivamente cobra sentido (por decir algo), y a estas alturas todo el mundo se ha olvidado de la pregunta por la montaña y él mismo tiene que responder a la adivinanza. Si un helecho está hecho de hechos, una montaña está hecha de montañas. La solución al enigma era una tautología o el reconocimiento de que las cosas mismas son su eîdos, es decir, que son lo que son. Se lo comento. Dice que sí, una tautología, en efecto, y que las cosas son lo que son. Sospecho que me da la razón porque soy el único que está prestando una atención tremenda a su discurso y que de alguna manera se da cuenta y aunque no se entere muy bien de lo que digo, agradece que le conteste. Creo que el hombre y yo nos entendemos muy bien. A los dos nos gusta hablar sobre lo que nos interesa, aunque ni se nos entienda ni se nos preste atención. El hombre habla mucho más que yo, sin embargo. Cuando ya estoy convencido de que me ha marginado del robo imaginario y me siento excluido y dolido porque se me considere prescindible a la hora de robar, me asigna el papel estelar: el dirigente ideológico de todo el tinglado, el planificador, aquel que opera en las sombras, urdiendo la trama, manejándolo todo, el titiritero supremo, el maestro de marionetas. Le digo que por supuesto, que acepto, que no quisiera verme mezclado en las turbias aguas de la acción y que ese es, precisamente, mi papel soñado. Me coge del brazo. No digo nada, pero odio que me toquen desconocidos. Sigue hablando y yo pienso: suelta, suelta, suelta. Oigo risas a mi alrededor. Alguien comenta que nos ha calado a todos. Más risas. El hombre pide otro cigarro y le doy otro cigarro. Ya casi no me quedan, pero se lo doy de todas formas. Me suelta el brazo, por fin. Hay algo muy triste en su forma de mirar, algo que te hace pensar inmediatamente en la palabra desolación. Cuando nos despedimos, se disculpa por habernos molestado. Todo el mundo le asegura que no, que para nada, no nos ha molestado, no tiene nada de lo que disculparse. Nos vamos. El hombre se queda quieto, en medio de la calle, del frío, con la mirada fija y perdida.

Antes de llegar a la parada de taxis, nos paran dos chicos. Uno está comiendo un racimo de uvas. Nos invitan a comer uvas. Insisten. Digo repetidas veces que yo me voy a casa porque tengo frío y sueño. Nos comemos las uvas. Nos vamos. Vienen con nosotros. Van afeitados y repeinados y engominados y no llevan cazadoras a pesar de que la temperatura es de dos grados. Quieren que vayamos con ellos a un after. Yo me quiero ir a mi casa y, además, los tipos me caen rematadamente mal. El chaval que no creía en la evolución al menos tenía inquietudes culturales, veía vídeos por Internet, desafiaba con atrevimiento, coraje y gallardía el poder académico y cuestionaba su monopolio hermeneútico. El hombre loco era un buen hombre. Estos son idiotas. Son las siete de la mañana. Hace un frío tremendo.

En el taxi otra vez las mismas conversaciones sobre los controles de la guardia civil. No digo nada. He escuchado la misma conversación cientos de miles de millones veces. Exactamente la misma. Es como vivir en el día de la marmota, como vivir en un loop infinito, sin salida, en un movimiento sin fin, sin progreso.

Son las siete y media de la mañana. El mausoleo de toda esperanza y deseo. Las batallas ni siquiera se libran. Los esplendores del pasado duermen hoy en la tumba. Levanto la vista. Ya no hay tantos pájaros como antes, ¿no? ¿Emigran o algo, cuando llega el frío, como los patos cuando los estanques se hielan? No creo, o sí, bueno, no lo sé. El sabio seguro que podría respondernos. Risas en la calle desierta. Seguro, respondía a cualquier cosa, pero yo casi no le escuchaba, de todas formas. Yo sí, tío, le prestaba muchísima atención: estaba como una puta cabra. Ya, eso sí. Era triste, en realidad, como ver a una mente en ruinas tratando de construirse un tejado o algo así. Siempre acabamos hablando con los tíos más pillados del mundo. Sí, pero lo triste de todo el asunto, si lo piensas bien, no residía en su locura, sino en que no estaba lo suficientemente loco como para no darse cuenta de que lo estaba, era esa chispa de lucidez que aún sobrevivía en su mente la que teñía de una tristeza inconsolable su mirada, ¿entiendes? Se daba cuenta, por eso se disculpó al despedirse. Sí, puede ser. Y cuando nos fuimos, ¿no te fijaste? Se quedó quieto; literalmente no tenía un sitio al que ir, eso es más triste. Ya, ¿y qué podíamos hacer nosotros? Nada, claro; pero eso es aún más triste.

Llego a casa. Voy al baño. Voy a por un vaso de agua. Subo las escaleras. Me meto en la cama. Poco a poco, voy dejando de tener frío.

lunes, 22 de octubre de 2012

Prosa otoñal

La fría nitidez de algunos días otoñales, cuando el cielo está despejado y las calles vacías acogen la luz del sol en silencio, siempre le había entusiasmado y conmovido. El aire vibraba. Aunque siempre que llegaba el frío, el frío de verdad, nada más salir de casa temblaba y maldecía a los dioses, pensaba que el frío otoñal investía al mundo con una transparencia penetrante que el verano era incapaz de lograr, y le daba la bienvenida al otoño con los ojos anegados en lágrimas de felicidad. La brisa que entraba a través de la ventana abierta iba enfriando poco a poco sus manos. Su mano derecha sostenía un cigarro. El humo del cigarro salía por la ventana, como si alguien, al otro lado, estuviese aspirando con fuerza. La luz envolvía y resaltaba todo con exactitud, delimitaba los contornos de las cosas; la línea horizontal del tejado más cercano separaba el aquí concreto donde se desarrollaba la vida, las casas cuyas fachadas pálidas resplandecían, de esa pura abstracción azul y vacía, de esa ilusión de profundidad informe que absorbía la mirada sin que esta encontrase objeto alguno al que aferrarse o que obstaculizara su vagabundeo por lo insondable. La línea del tejado partía el mundo, lo escindía en dos mitades, lo rasgaba como una cuchillada rasgaría un lienzo, para descubrir que detrás del lienzo no hay nada y que sobre esa nada despuntan figuras móviles, formas precarias, frágiles, esparcidas al azar, sometidas al poder del tiempo, destinadas a volver al seno inmóvil de la nada tras una corta aventura por los dominios del ser. Eso era todo. Despertar, mirar, volver a dormir. Valía la pena despertar, aunque solo fuera un instante. Tenía que valer la pena.

jueves, 18 de octubre de 2012

Una y seis frases

Bajo la lluvia esperan los hombres de cera.
Esperan bajo la lluvia los hombres de cera.
Los hombres de cera esperan bajo la lluvia.
Los hombres de cera bajo la lluvia esperan.
Esperan los hombres de cera bajo la lluvia.
Bajo la lluvia los hombres de cera esperan.

miércoles, 17 de octubre de 2012

Después del fin, sí

Seguir aquí después del fin, sí. Perseverar, a pesar de todo. Una ciega urgencia te arrastra. Querrías rescatar las palabras asomadas al abismo y devorarlas para que estén contigo cuando ya no haya nadie, solo silencio. El resplandor infernal de Saturno se refleja en las calles mojadas. Hay una ferocidad ebria oculta en el corazón de la quietud. Oyes vibrar el mundo a tu alrededor. Querrías morder la lluvia, el viento, el frío. Deseo caníbal, melancólico. Hablas como si los lazos entre las cosas se hubieran roto, y miembros errantes cruzaran el cielo, desgajados. Como si nada rimara con nada. Un rostro aquí, una mano allí, en el escenario fantasmal del cielo gris, de tu imaginación gris. La lluvia, a todo esto, cae sobre los tejados de las casas deshabitadas que se ven desde tu ventana. Toda la noche desvariando, queriendo dormirte pronto para despertarte pronto para acudir a una cita con algo que no sabes qué es y se te escapa de las manos. La luna, una vez, recuerdas, se deshizo entre tus manos, mientras lobos errantes retaban a la noche. Siempre algo que se deshace, que huye, que se te escapa, algo perdido que nunca existió. Habitar en las ruinas, iluminadas por el desvarío. Palabras antiguas, tus palabras, de repente odiosas. Sintaxis odiosa. Poesía odiosa. Querrías escribir una prosa tan cristalina, tan perfecta, tan exacta y fluida que sería como si el propio lenguaje se hubiese borrado para dar a luz y mostrar lo que solo gracias a él puede darse y mostrarse.