jueves, 27 de junio de 2013

Filosofía en tiempos de crisis

Por Mariano Álvarez Gómez

Clases para Wert: Economía



Los supuestos malos datos del informe PISA

Sinvergüenzas

El límite objetivo del trabajo debe parecer, pues, un problema subjetivo de los excluidos, se dice en el Manifiesto contra el trabajo. Básicamente, esto es lo que ya decía Marx y lo que resume la absoluta perversidad ideológica de los sinvergüenzas e impresentables que niegan el carácter sistémico de la crisis e instan a los excluidos a ser emprendedores. No se sabe si lo hacen por pura desfachatez o porque realmente son unos dementes con una fanática e inquebrantable fe en la utopía capitalista del (imposible) crecimiento infinito.

miércoles, 19 de junio de 2013

Dan Harmon vuelve

Dan Harmon, creador de la mejor serie de la historia (Community, por supuesto, no The Wire) volverá en la quinta temporada. Así que gracias, señor, el mundo es un lugar mejor si Dan Harmon está al frente de Community.

El misántropo

No entiendo a cuento de qué invaden mi casa un par de criajos ruidosos que debieran estar internados en cárceles infantiles por el bien de la salud y descanso de la humanidad, dijo el misántropo empedernido cuando le presentaron a sus nietos.

La vida de los espectros

Vivíamos en un sótano oscuro, húmedo, agazapados como espectros tímidos o como larvas en perpetuo estado de espera, espiando el trajín de la vida, que transcurría al margen de nuestra voluntad: las idas y venidas de los demás, de la gente funcional que tenía un misión que cumplir o, más modestamente, una ocupación definida, un centro alrededor del cual se organizaban sus actos y que les dotaba de algún tipo de estabilidad que nosotros desconocíamos porque no éramos capaces de lograr semejante hazaña. El alquiler del sótano era suficientemente barato, eso era lo único importante. Comíamos arroz y pasta, también porque eran las comidas más baratas que podíamos consumir. El dinero era lo que importaba, al fin y al cabo. Laura y yo lo reconocíamos con un inevitable tono de resignada melancolía no exenta de orgullo. Afrontar nuestras dificultades económicas agotaba prácticamente toda nuestra energía. Estábamos enjaulados, pero no podíamos permitir que el hecho de estar enjaulados no sumiera en una amargura opaca, sin fisuras. Nada de eso. Aunque era difícil no sucumbir, era difícil resistir la tentación de declarar, con cierta rabia y grandilocuencia, que todo, sencillamente, carecía de sentido, que todo era triste y ridículo y no había motivo alguno para continuar luchando y que, dadas las circunstancias, lo más sensato era meterse debajo de las sábanas con una botella de cualquier bebida alcohólica capaz de nublarte la conciencia y quedarse así todo el tiempo posible, despreciando un mundo que era despreciable y gris y tedioso. Pero no podíamos permitirnos tanto desánimo, no podíamos permitirnos refugiarnos en esa desesperanza implacable que derivaba en una, a su manera, confortable quietud. Era difícil salir al mundo sin tener nada que hacer en ese maldito mundo, pero no menos difícil resultaba, a la postre, huir de ese mundo y entregarse en los acogedores brazos de una borrachera perpetua, porque las resacas nos dejaban cada vez peor, físicamente y mentalmente destruidos, para el arrastre. Creíamos que con estar juntos era suficiente. Laura y yo. Siempre juntos, pasara lo que pasara. Incondicionalmente. El amor como forma suprema de tragedia. Imaginábamos, en la penumbra de nuestro sótano, mientras escuchábamos el ruido de los transeúntes de la calle a la que daba la ventana superior de nuestro pequeño cuarto, el sonido esos tacones que se acercaban y se alejaban y que a mí, particularmente, me encantaba, desenlaces fatales y novelescos a nuestra historia, que normalmente incluían obstáculos insalvables a la realización de nuestro amor y suicidios rencorosos que infringieran un castigo a nuestros enemigos. Moriríamos juntos, sin dejar descendencia, contrariando el mandato bíblico de multiplicarse sobre la faz de la tierra y contrariando también la ideología propia de la psicología evolutiva. Naturalmente, no dejaban de ser fantasías entretenidas, una ocupación con la que matar el tiempo. En invierno hacía mucho frío. No poníamos la calefacción porque debíamos ahorrar. Añadíamos un par de mantas y nos pasábamos tardes invernales enteras arrebujados, con las piernas entrelazadas de maneras complejas, leyendo algún libro y comentándolo, o viendo películas, o series. Algunos días teníamos café. Otros no, otros había que sacrificarse en aras del ahorro y prescindíamos del café, igual que habíamos prescindido del calor o de cualquier cosa que se pareciera remotamente a algo enmarcable bajo la categoría de vida social, una categoría que ya ni comprendíamos ni nos interesaba. Nos habíamos alejado de nuestros amigos, o ellos de nosotros. Algunos se había ido a trabajar fuera, al extranjero, o a otras ciudades de España, pero igualmente estaban lejos y ya no les veíamos, ya no formaban parte de nuestras vidas. Ni nosotros de la suya. Estábamos solos, en nuestro sótano, bajo nuestras mantas, respirando oscuridad y miedo, humedad e incertidumbre. Mis padres habían muerto, hacía ya tres años, en un accidente de coche, cuando volvían de una merecidas vacaciones. Un coche venía adelantado a un camión, en dirección contraria. Llovía a mares. Al parecer mi padre intentó frenar y hacerse a un lado, pero se empotró irremediablemente contra el coche que venía de frente. Laura nunca conoció a sus verdaderos padres. De sus padres adoptivos Laura no hablaba nunca, ni los visitaba, ni los llamaba, no quería saber nada de ellos. Tampoco hablaba nunca de por qué no hablaba nunca con ellos. Cuando surgía el tema, se quedaba muy callada, intentando reprimir las lágrimas. Algo pasó, pero no sé qué, y prefiero no imaginármelo. Cuando no sabes algo y tratas de imaginártelo, lo más seguro es que imagines un montón de posibilidades a cada cual más atroz.

Tal vez continúe... Debiera, al menos. O eso creo.

El tío de Jairo

Lo que en realidad vuelve loca a la gente son sucesos aparentemente triviales, insignificantes, cosas nimias e, incluso, ridículas. Aunque hay que admitir que algunas personas están más predispuestas que otras a que se les vaya la olla por completo, un día cualquiera, sin que se sepa muy bien por qué. Ciertas personas están envueltas desde que nacen en un aura de potencial chifladura que acompaña cada uno de sus gestos y que se adivina en cada una de sus miradas.

Digamos que se hallan dentro de una burbuja y que un día cualquiera cualquier cosa anodina y vulgar funciona como detonante, como gota que colma el vaso, como el alfiler que pincha la burbuja y libera una gigantesca cantidad de locura que hasta entonces había permanecido en un estado larvario, apresada y, por así decir, atada y bien atada, incapaz de campar a sus anchas, mantenida a raya por la resistencia de la burbuja y que, de repente, espoleada por una nimiedad, surge como un explosión incontrolable y arruina para siempre una vida.

Pues bien, lo que desató la locura de Jairo, el acontecimiento que pinchó su burbuja, aquello que liberó una ingente cantidad de demencia, lo que, en resumen, le transformó en un tarado, en un majara, en un puto trastornado, fue que, en una comida familiar, su tío había puesto los cubiertos encima de los platos, en vez de ponerlos donde hay que ponerlos. Aquello fue demasiado para Jairo, que no pudo controlarse.

No querríamos ahondar en demasiados detalles macabros. Baste decir que la sangre del tío de Jairo se desparramó sobre los platos y los cubiertos y hubo que tirarlos a la basura.

El relato irónico

Se disponía a escribir un relato muy pero que muy irónico sobre la navidad, las familias disfuncionales, lo intolerablemente horteras que resultaban los políticos neoconservadores y lo desesperantemente estúpidos que resultaban, en general, los creyentes, todo ello aderezado con una prosa ágil, trepidante, fresca y desenfadada que sugiriera lo guay y desafiante y polémico que era y las altas cotas de ingenio a las que podía elevarse como si nada, sin esfuerzo. Escribió un montón de chistes sobre curas gays. Un retrato demoledor de un tipo, el nuevo novio de la madre del protagonista, que va a cenar, en nochebuena, a la casa del protagonista, que no es sino el narrador irónico que está de vuelta de todo y se cree más listo que nadie y con derecho a ofender a todo Dios para ser guay. El tipo, el rutilante nuevo novio, se presenta con aire ausente de alelado, no aprecia las bromas crueles del protagonista, ni los comentarios hirientes que intercala en el discurso del rey, porque es un pánfilo, un tontaina y un simplón, con valores desfasados y ridículos, de esa clase de gente que no gusta del arte realizado por psicópatas ni es capaz de hallar encanto alguno en la deconstrucción de los roles de género mediante performances en las que mujeres con bigotes falsos recitan fragmentos de Judith Butler o bien fragmentos de El exorcista. Por tanto, el tipo merece morir, ya que no comparte ni los valores ni los gustos del protagonista. Además, el tipo viste mal, y el pelo le cae sobre la frente en forma de desmadejados chorretones aceitosos que irradian un espeluznante brillo oleaginoso y negruzco. La ironía, por supuesto, residía en que a menudo resultan ser los progres y los listillos los verdaderamente intolerantes con las creencia de los demás, los que carecen de empatía y se sienten legitimados a ofender a quienes no piensan como ellos y quienes sustituyen el insulto y la burla por la argumentación y se muestran fanáticos y estúpidos al luchar contra el fanatismo y la estupidez que dicen detestar. Iba a ser un relato bastante moral.

sábado, 8 de junio de 2013

Versos satánicos

Los ángeles caídos
son más bellos
que los cuerpos
de los crucificados

Paisaje después de la tormenta

El rumor de la lluvia reciente aún temblaba, dulce caricia sin manos, en el aire de la mañana.
Un sol asomaba alegre entre nubes plateadas, y por los caminos embarrados un hombre solo caminaba.
Un hombre solo, pálido el semblante, los ojos saltarines, las manos frías, el caminar lento y dubitativo, como si sortearan sus pasos peligros escondidos.
Una tibieza adormilada, luz desvaída, caía sobre el llano y se podría morder, sí, como una fruta, si no fuera por esa manía de la luz, la de no dejarse atrapar por ninguna boca, ni siquiera por la boca de un hombre solitario, un hombre que siempre está en camino, a la espera de la ninfas, ninfas de risa clara y piel de nube acariciada.
La luz se escurre entre los dientes.
Sigue el hombre, paso a paso, recorriendo el camino, que ahora baja y luego sube y sube hasta alcanzar el punto más alto, desde donde la ciudad se tiende, lejana y recostada, ante sus ojos oscuros.
Silenciosa, mágica, un encantamiento de brujas.
La ciudad podría desaparecer, en cualquier momento, de un soplo.
No es del todo improbable.
Con solo un parpadeo podría desaparecer, sí.
Camino de vuelta, el hombre va pisando los charcos, oliendo la tierra, dejando sus huellas.
Será una triste irrisión, pero he ahí sus huellas, estelas de polvo y de luz.
Sonríe, la tierra sonríe.
En su pecho anida aún el azul de la tormenta, eco de aves fabulosas, fervor de alas postradas en la tierra oscura.

viernes, 7 de junio de 2013

The paella incident

Las polémicas absurdas siempre tienen su gracia. Al parecer, Love of Lesbian, que molan un montón, por cierto, han protagonizado un anuncio de cerveza en el que cocinan una paella con cebolla. Como todos los aspectos de la vida, la paella también es un campo de batalla en el que se libran guerras conceptuales, y dichas guerras nunca están exentas de fanáticos y guardianes de las esencias. El ser es, que diría Parménides, y el no ser, pues no (por supuesto, la vía gloriosa que siguen Nietzsche y Deleuze es la del ser en tanto no-ser, pero dejemos esto, que nos conduciría por otros derroteros). Y el ser de la paella no puede llevar cebolla, a costa de destruir su esencia, es decir, lo que es. Que conste que a mí, pese a formar parte del grupo de descarriados lunáticos que creen, sinceramente, que Derrida es un gran filósofo, si me ponen un plato de paella con cebolla me levanto y me voy apelando a que su esencia ha sido destruida por completo. Cebolla sí, pero en la paella no.

Si el arroz está pastoso, hay que tirarla a la basura, no hay más opciones: eso es directamente un atentado contra la decencia del ser humano.

Pero, y ahora voy a sacar mi lado derrideano, eso de que una paella de marisco no es una paella, como que no. Mi posición filosófica respecto a la paella es que, puesto que el origen es siempre, en realidad, desplazado (viva Derrida, y que se jodan los fundamentalistas), recurrir al origen como instancia legitimadora de lo que las cosas son, sin atender a su devenir, no es más que metafísica platónica (la paellez de la paella, esencia inmutable, eidos atemporal).

También podría haber dicho que mi posición es hegeliana: el concepto de una cosa es la historia de esa cosa. Más o menos. Da igual. Dejémoslo en que los conceptos tienen historia o devenir. De forma que, si bien el marisco no formaba parte de los ingredientes de la paella en su origen (aceptando que tenga un origen determinable, esto es, en un momento preciso y singular, en el cual surgiera (siendo lo que es y lo que de ninguna manera puede nunca (nótese que categorías como nunca no tienen correlato empírico, no pertenecen al mundo del suceder) dejar de ser), aunque mi creencia es que las atribuciones de origen son siempre retrospectivas, cuando no legendarias o míticas, y que siempre (lógicamente, tampoco siempre tiene correlato empírico) se puede ir más atrás en busca de los orígenes, que más o menos es lo que viene a decir Derrida, siguiendo a Heidegger y su importantísima contribución a un pensamiento no basado en fundamentos teológicos, Ab-Grund) esta modificación se incorpora al, o revierte en el, concepto mismo de la paella. La paella deviene multiplicidad sin original.

Incluso, en una muestra de osadía inusitada, pueden llegar a mezclarse el marisco y la carne, conviviendo en tensa armonía, en una misma paella. Así, obtendríamos tres tipos ideales de paellas: la paella de carne, la paella de marisco, y la paella osada que surge de la intersección de ambos tipos.

PD: Yo siempre que cocino cualquier cosa pienso que los filósofos de la diferencia tienen razón, por una razón muy sencilla: en realidad, lo que designamos con un concepto único se compone de multiplicidades, y las mezclas dan lugar a totalidades relativas que hay que crear y que tienen una historia. Tienen un devenir inmanente (paella con carne, con marisco, con marisco y carne, y dentro de estos tipos también podríamos decir que hay diferencias internas: paella con pollo, con conejo, con pollo y conejo, con otro tipo de carne, con guisantes o sin guisantes, etc) y no una referencia trascendente (esencia inmutable, ajena al tiempo). Incluso en el tema de las paellas, por tanto, postular una esencia trascendente se resuelve en la obligación moral de realizar dicha esencia. He aquí, pues, de nuevo, la miseria de la moral frente a la alegría ética (que opera por distinciones inmanentes de tipos de ser o modos de existencia, sin necesidad de juzgar moralmente ni de alucinar con trasladar lo bueno y lo malo a un plano supremo y llamarlo el Bien y el Mal)

PD2: El porqué cualquier tema deriva en debates absurdos y mortalmente aburridos sobre nacionalismos creo que entra ya en el terreno, no de la sociología ni de la filosofía política, sino en el de la psicopatología.

PD3: Siguiendo con los temas culinarios: los que dejan las tortillas medio crudas y como líquidas no merecen vivir. Se tienen que cuajar bien. Y si alguien le echa tantos huevos que no parece una tortilla de patatas, que la llame tortilla de huevos. Y que se vaya de este país.

PD4: De todas formas, en el anuncio yo no veo que echen cebolla, sino calamares. Tampoco es que mi vista sea envidiable, pero a mí me parece calamares.

martes, 4 de junio de 2013

En lo alto

Él dijo, hace mucho tiempo, una noche de verano cualquiera: un montón de luciérnagas muertas crepitan en mis entrañas y quisieran arder en lo alto, al lado de las estrellas fugaces.

Cartas sin destinatario

Creo que por aquí cada vez hay más pájaros. Al amanecer, sobre todo al amanecer, arman un barullo tremendo. Sobrevuelan las casas abandonadas, van y vienen, no paran quietos ni un segundo, no se callan ni un segundo. No sé cómo se llaman, qué clase de pájaros son. La verdad es que no me importa, aunque seguramente sean gorriones. No sé por qué creo que son gorriones, pero eso es lo que creo que son.

Últimamente pienso mucho en las casas abandonadas de enfrente, en esa larga hilera de casas idénticas y deshabitadas. Excepto yo, todo el mundo cree que las casas abandonadas son tétricas, tristes, que componen una imagen de la desolación, casi una metáfora de la oscuridad del tiempo en que nos ha tocado vivir, del desmoronamiento irremediable que nos ahoga, pero a mí me gustan. Están ahí, vacías, silenciosas, imperturbables. Puede que se deba, no lo niego, a cierto gusto anacrónico, romántico, por las ruinas.

Porque la naturaleza ya ha empezado a reclamar sus derechos sobre esas construcciones humanas, revelando su fragilidad, su carácter contingente, transitorio. Algunas flores, cuyo nombre también desconozco, han brotado, abriéndose paso entre el cemento, en la juntura de las casas y las aceras. Flores amarillas.

El caso es que la contemplación incesante de las casas vacías me proporciona una agradable sensación de serenidad. No sé por qué, y tampoco importa demasiado el porqué. Están envueltas por un aura de misterio, replegadas sobre su interior vacío, ensimismadas en su terca quietud, exhibiendo un mutismo inabordable. Están a la vez cerca y lejos. Es difícil de explicar.

El azul sin fin del cielo despejado se alza sobre las casas vacías. El cielo sin nubes, las casas sin habitantes: todo encaja. Los pájaros atraviesan el paisaje. Son los elementos móviles imprescindibles que sirven de contrapunto a tanta quietud. El canto que rasga el silencio, que lo habita.

PD: Si de veras prestas atención verás, no la profundidad escondida y esencial, sino la esencia visible de lo que hay, y sabrás que El Principito miente.