Alegre, sonriendo con qué luz,
prestada de qué astros lejanos,
atravesaste una noche el pasadizo,
asesinaste al monstruoso guardián
y rompiste al fin la pequeña puerta
que nos impedía el acceso al jardín.
Luego, sin embargo, desapareciste:
la noche se volvió fría, sin estrellas,
y desde el jardín soplaba el viento
atravesando el hedor de las tumbas,
y justo antes de desaparecer del todo
no quedó flotando en el aire tu sonrisa
sino un grito de terror en tu calavera.
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