jueves, 9 de junio de 2011

El ritmo de las cosas

Por aquella época yo tenía un trabajo mal pagado de camarero y era feliz porque apenas me quedaba tiempo para estar solo pensando y sintiendo. Ambas cosas son muy tristes. Lo dijo Proust, no yo. Me relacionaba con el mundo sin inventar complicados subterfugios que me mantuvieran a una prundente distancia desde la que poder contemplarlo. La vida era simple, activa, ajena a las paradojas y las regresiones infinitas. Todo lo que es simple es bueno. Hacía sol, me bañaba en el mar, al llegar a casa descansaba tomando una cerveza y viendo la tele sentado en el sofá. No me importaban la calidad de la cerveza ni de las películas. Me reía a menudo. No me preocupaba mi aspecto. No leía más que las instrucciones de las pizzas congeladas. Precalentar el horno a 220º durante diez minutos, meter la pizza en el horno, esperar diez o doce minutos. Lista para comer. Me tumbaba en la playa. Conocía a algunas chicas cuyos nombres no recuerdo. Venían conmigo a la playa, a tomar cervezas. Nunca objetaba nada a nadie. Aunque, en realidad, yo nunca estoy de acuerdo con la gente, esa es la verdad. Es como un tic, como un resorte que me mueve a opinar automáticamente lo contrario que mi interlocutor. Pero por aquella época no exponía nunca mis opiniones y así dejaba que se generase un clima espontáneo de complicidad que resultaba muy agradable. Una pequeña comunidad segura de su identidad grupal, unificada por el hecho decompartir una serie de opiniones sobre los hechos que componen el mundo. Aunque yo, en contra de todos los que opinan que todas las opiniones son respetables, opino que todas son una mierda. Opiniones humanas, juegos de niños. Lo dijo Heráclito. Los filósofos siempre han despreciado las opiniones. Han hecho bien. No sirven para nada. No son conicimiento, pero, en fin, como son un elemento esencial de las conversaciones, siempre están ahí. Pienso que, al ser todas una mierda, lo mismo me da estar a favor o en contra. Me es indiferente. Comer carne o no comer carne, nucleares o renovables, Pepsi o Coca-cola. Me la suda.

No me bañaba casi nunca. A mí el mar me gusta mirarlo. Sobre todo mirarlo. La arena tampoco me vuelve loco. Prefiero no mancharme con la arena. Por eso me parece un engorro lo de bañarse, porque al salir del agua se te pega la arena por todas partes y eso es molesto. El viento que sopla siempre cerca de la playa tampoco me gusta. Me provoca dolor de oídos. Todos los detalles concretos referentes a ir a la playa me molestan, y sin embargo, de forma incomprensible incluso para mí mismo, me gusta ir a la playa. Me gusta más aún por la noche, ya que tomar el sol tampoco me gusta. No me gustan las pieles morenas, las prefiero blancas. Fue Coco Chanel quien puso de moda lo ponerse moreno. Hay que admitir que ahí se equivocó. Con lo de menos es más quizá acertara, eso sí. Aunque todo esto depende de lo que uno opine, claro.

No tenía responsabilidades, ni novia, ni casa, ni coche, ni dinero. Era una carencia plena. Nunca me he sentido más libre. Pasaba horas muertas contemplando los árboles que se veían desde la terraza del piso de alquiler que compartía con mis compañeros de trabajo. Desde que tengo memoria, siempre me han fascinado los movimientos de los árboles, de las olas, pero también de los ventiladores o de las lavadoras. No es una estúpida cuestión moral sobre la belleza natural. La naturaleza es también mala y cruel, no sólo hermosa. Me parece evidente. No sé qué opinará la gente. Me da igual, claro. Se trata del movimiento. No existe nada en este universo que esté en un estado de reposo absoluto. El movimiento se demuestra andando, de acuerdo, pero no se lo piensa andando. Las paradojas de Zenón no se refieren a la imposibilidad de demostrar el movimiento, sino a la imposibilidad de pensar el movimiento sin desmenuzarlo en partes, en puntos que, en realidad, no son movimiento, sino eso, puntos, puntos de detención del movimiento. No sé si me explico. En cualquier caso, me gustan las cosas que se mueven, la sucesión cíclica de las olas, los vaivenes caóticos de las hojas arrulladas por el viento. Se trata del ritmo. Del ritmo de las cosas. Algo así. De conectar con el ritmo de las cosas, la música del mundo, compuesta por el azar. De dejarse envolver, arrastrar, sin mediaciones, de forma inmediata, clara, aunque quizá estoy delirando.

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