viernes, 10 de junio de 2011

La pantomima de los socráticos enloquecidos

And now, for something completely different: Ancient Philosophy.

Nietzsche, como un moderno cínico y mortal enemigo de Platón, recupera la importancia filosófica del cuerpo, el gran olvidado de las corrientes idealistas. Con su retórica enfurecida y brillante proclama que la gran mentira se llama idealismo. El error se produjo muy temprano, con la filosofía platónica, y no consiste en otra cosa que en la inversión del mundo, en el dualismo metafísico que condenó a la filosofía a ejercer de detective enfermo de psicosis ontológica, siempre sospechando de la irrealidad de las apariencias y buscando detrás de estas sombras el verdadero ser, trascendente al mundo fenoménico. Las inversiones del platonismo, desde Diógenes hasta Deleuze, se basan en un pensar el ser sin escisiones, un pensar de la inmanencia, del acontecimiento y de la afirmación de la intrascendencia de la vida. 

Platón definió a Diógenes como un Sócrates enloquecido. Con la intención de difamarlo, Platón le concede a Diógenes, sin quererlo, el más alto honor, al compararlo con el más grande dialéctico, tal como señala Sloterdijk. El método dialéctico de Diógenes no se basa en el discurso, su diálogo antiplatónico se expresa con un enloquecido lenguaje corporal, con bufonadas pantomímicas que quiebran el discurso, pues él no opone razones, sino acciones, se sale del logos por la tangente para exhibir su verdad, entendida como aletheia, como desocultación. Ante quien niegue el movimiento, no le refutará defendiendo la teoría contraria, simplemente se levantará y caminará, pues el movimiento se demuestra andando. Ante Aristóteles no buscará una definición alternativa del hombre, sino que desplumará un gallo y lo arrojará a la academia, gritando: he aquí al hombre de Aristóteles. No le interesa la teoría, las ideas consideradas en sí mismas. Considera este saber vano, inútil para los hombres. Como más tarde dirá Epicuro, vana es la palabra del filósofo que no cura alguna enfermedad del alma. La filosofía da un giro práctico, es un saber vivir, un arte de la vida y una logoterapia, mucho antes que las intrincadas especulaciones de las cabezas idealistas. La filosofía cínica es realista, sin que esto suponga una afirmación metafísica de tipo positivista, pues no le interesa la teoría del conocimiento, sino el hombre de carne y hueso concreto, considerado en su finitud espacio-temporal, y no abstraído mediante la fórmula de la humanidad. De ahí que su crítica a la ideología no busque la emancipación del hombre considerado abstractamente, sino que se dirija solamente a unos pocos, lo suficientemente lúcidos y desvergonzados como para comprender su mensaje. Aquí reside la gran virtud de la ética cínica, incapaz de sacrificar al hombre concreto en función de un ideal de humanidad emancipada que algún día se realizará en la historia. Se dirige al hombre como el universal concreto, su humanismo es un humanismo del individuo y no de la humanidad, con lo que el cínico no cae en fantasías historicistas de tipo hegeliano-marxistas, es demasiado individualista y libertario para eso, y tampoco cae en la aceptación de lo dado tal como es, pues su crítica es incisiva e incesante al estado de cosas existentes. No es ni un revolucionario ni un conservador, sino un sabio, dedicado al arte ahora anacrónico de cultivar la excelencia del alma como un bien de orden superior a los bienes materiales. Su ética es una ética para náufragos, una ética para tiempos de crisis de valores, de confusión y de inestabilidad. 

El cinismo es la filosofía moral más radical y, atenuada por diversos matices, influye en el posterior estoicismo, movimiento filosóficamente más sólido que el cinismo. No obstante, la ética cínica tiene sus limitaciones, precisamente por su radicalidad. No es universalizable, no se dirige a todos, sino sólo a unos pocos. En el ámbito teórico es demasiado inconsistente como para poder fundamentar la organización de una sociedad compleja. Junto a la fascinación que nos produce la subversión contracultural de la propuesta cínica, su vida libre de ataduras, desvergonzada y despreocupada, independiente y alegre, no podemos reprimir la sospecha de que en el fondo late una nostalgia ingenua del buen salvaje, de que esa apelación a la naturaleza encierra una contradicción, un malentendido, pues ese estado de naturaleza ideal es una ficción producto del malestar de la cultura, y que la solución propuesta por los cínicos, esta vuelta a la naturaleza, puede valer para algunos individuos, pero es incapaz de solucionar situaciones externas objetivas de injusticia. Su gran virtud y a la vez su gran limitación es, pues, esta orientación a la interioridad del individuo. 

Además que la dicotomía natural/artificial es discutible. El hombre es un ser biológicamente cultural. Ahora bien, podemos interpretar la apelación a la naturaleza por parte de los cínicos no como una oposición a la cultura como tal, sino a un modo concreto de cultura que aliena al hombre, que lo convierte en un extraño para sí mismo. En algún momento del desarrollo cultural, la cultura se colapsa, ya no acoge en su seno al hombre, sino que se le enfrenta como un producto extraño y alienante que cercena su libertad creándole cada vez más necesidades en cuya satisfacción malgasta inútilmente su potencial creativo y vital. Ante esta situación, el filósofo cínico, para librarse del malestar de la cultura, propone una subversiva terapia del deseo: limitando estrictamente nuestras necesidades externas conquistaremos el ámbito de nuestra interioridad, y seremos libres, pues nuestro bienestar no estará cifrado en el azar de las circunstancias externas que no dependen de nuestra voluntad, y seremos capaces de afrontarlas, pues la libertad interior conquistada es inviolable, un reducto de serenidad, una isla impertérrita en mitad de la tormenta.
     
En este sentido, la filosofía cínica, lejos de estar desfasada, posee una gran vigencia; pues en el actual e histérico sistema de producción capitalista, que constantemente inventa nuevas necesidades y bombardea nuestros cerebros machaconamente con la publicidad de nuevos productos que tenemos que consumir, la propuesta de limitar nuestras necesidades es una propuesta emancipadora dirigida al individuo, no al proceso histórico. Lo que consideramos valioso, la fama, el éxito, el dinero, etc., son los valores impuestos por la sociedad, por la doxa, por el Se impersonal, valores inauténticos vistos a la luz de la linterna cínica. Hay que desafiar las convenciones, transmutar los valores. Diógenes busca auténticos hombres con una linterna en pleno día, y sólo encuentra inmundicia. El consumismo patológico de nuestras hipercomplejas sociedades es el polo opuesto a la sabiduría cínica que nos enseña a descubrir lo más valioso en nuestra libertad interior (que no tiene porqué degenerar en una forma de solipsismo), en lo que el hombre es, en su naturaleza propia, y no en lo que el hombre tiene.
      
Decía Deleuze que la filosofía es inseparable de cierta cólera contra el propio tiempo histórico que a uno le toca vivir, contra los acontecimientos, a la vez que nos proporciona cierta serenidad frente a ellos. Este doble movimiento de cólera y serenidad puede ser observado en la filosofía cínica. El más colérico sería Diógenes y el más sereno Crates. La crítica a la sociedad, a los hombres, es feroz, pero el crítico no se deja dominar por la cólera, su interior está a salvo, es libre en su ataraxía anímica.
     
Frente a la alta teoría y sus graves preocupaciones, refinadas y civilizadas, el cinismo reivindica, con sus gestos provocativos, la dignidad filosófica de todo aquello habitualmente considerado bajo e indigno, en un movimiento subversivo que busca la transmutación de los valores, poniendo en evidencia su carácter convencional y transitorio, falsos en la medida que no se corresponden con las leyes de la physis, y cuya función es legitimar el orden existente. La razón dominadora presupone que debe de haber un orden y que para conservarlo es preciso engañar a los hombres. El cínico, haciendo gala de su libertad de palabra y de acción (parresía) se opondrá al poder, a esa civilización fruto de la razón instrumental que en lugar de facilitar al hombre la felicidad, más bien se la impide. La civilización, tal como está constituida, supone un inmenso rodeo para lograr lo que el filósofo cínico consigue de forma directa, aunque no sin esfuerzo (ponós). La virtud sólo se logra con esfuerzo. Al igual que un atleta entrena su cuerpo, para lograr la virtud el sabio entrenará su alma, y cualquier hombre puede lograr la virtud, no sólo los aristócratas atenienses. Diógenes abraza las estatuas en invierno y camina descalzo sobre la arena caliente, pues el sabio ha de estar preparado para sufrir los avatares de la Fortuna sin menoscabo de su libertad interior. El sabio cultivará la adiaphoría. Este concepto alude a un estado anímico de imperturbabilidad, de indiferencia, colindante con la ataraxía y la apatheia. Esta familia conceptual forma la figura del ideal de sabio tal como lo concibió la filosofía moral helenística, en la cual podemos ver un movimiento reactivo frente a las circunstancias. Pero los cínicos no se limitan a este movimiento reactivo de refugiarse en la conciencia, su ética es un activismo destinado a sacudir las conciencias y los valores, pues todo valor remite a una conciencia que lo reconozca como tal, y en este sentido su ética es también un activismo político. Se ha hablado de la misantropía de Diógenes, pero el que verdaderamente desprecia a los hombres no se preocupa lo más mínimo por enseñarles nada. No hay una antropología pesimista en los cínicos. Cuando Diógenes observa a los filósofos piensa que no hay nada tan inteligente como el hombre, y cuando observa a astrólogos piensa que no hay nada tan estúpido como el hombre. El hombre es capaz de lo mejor y de lo peor, y Diógenes admira la racionalidad y la fortaleza interior del hombre, pues es, dicho sin connotaciones peyorativas, un Sócrates enloquecido.

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