sábado, 4 de febrero de 2017

Entrevistas breves con hombres que piensan que la hipocresía es una virtud social y que este mundo es el mal

—La hipocresía es una virtud social, incluso una necesidad. Sin ella las relaciones sociales rápida e irremediablemente degenerarían en un caos insoportable, en gritos y ofensas, en un intercambio perpetuo de humillaciones. Un círculo vicioso. Los rencores y los odios saldrían a la luz en lugar de componer una compleja trama subterránea, invisible. Y eso no sería nada agradable. Yo podría, por ejemplo, exponer more geometrico, en un bonito y explicativo diagrama, las relaciones de odio —me arriesgo a sonar como un machirulo irredento que viene aquí a soltar un infame discurso heteropatriarcal, pero juro que me estoy limitando a constatar un hecho sin hacer juicios de valor ni afirmaciones generales— que han establecido entre ellas las novias de mis amigos, pero prefiero no hacerlo.


—El mundo se compone de acciones principalmente, lo acepto, pero yo tiendo a verlo como un conjunto de lugares y de cosas —tal vez tengo la mirada reificadora típicamente masculina, o soy medio autista, quién sabe; sea como fuere, cualquier objeto intensamente contemplado es, como dijera Joyce, y perdón por la pedantería, un pórtico de entrada al incorruptible eón de los dioses, mientras que una conversación sobre quién odia a quién por no sé qué tontería es una puerta abierta que lleva al tedio más letal que uno pueda imaginar— y no tengo paciencia con los chismes. Aunque qué sería de las novelas sin los chismes...

—¿Se dice chismes? ¿No sería mejor usar la palabra cotilleos? ¿Cháchara social? No se me da bien la cháchara social. Seguramente es una tara mía. No la soporto. Es superior a mis fuerzas. 

—Soy una alma bella. El mundo no me gusta. No quiero contaminarme. Quiero pureza. Quiero lo imposible. Esto lleva a la soledad, a la locura. No hay solución. Si gano el mundo me pierdo yo. Si me gano yo, por así decirlo, pierdo el mundo. Y entonces supongo que me pierdo a mí también. No sé. Leí a Hegel pero no sé si me enteré de algo. Lo leí en las mañanas de lluvia, cuando no iba a clase. Lo leí fumando porros y bebiendo té. Daba una calada al porro, luego miraba por la ventana. Una voluntad que no se determina no es real, pensaba. Luego me acojonaba pensando que igual yo no era real, porque mi voluntad no se determinaba, porque estaba allí, en el salón, haciendo el vago, con un abstruso libro de Hegel tirado en el sofá, envuelto en el aroma dulzón del humo de la marihuana y con una taza de té que iba enfriándose poco a poco entre las manos. Luego pensaba: el reconocimiento es un bien escaso. Y eso también me condenaba a la irrealidad, de alguna manera. Luego dejaba en paz a Hegel y me dedicaba a mirar las trayectoria que dibujaban las gotas de lluvia sobre el cristal. Me parecía el espectáculo más fascinante del universo.

—Los humanos no están hechos para llevarse bien. Es así. Lo real es conflicto. Esa es mi tesis.

—Naturalmente, naturalmente, también existe la amistad. Y el amor, pero no me hables de amor. Y existe la magia. Me doy cuenta de que postergar la felicidad para depués de la dudosa solución al problema del mal y del sufrimiento en este mundo es volverla imposible. Es una estrategia nefasta. Sin embargo, este mundo es el mal. Suena horrible y deprimente, pero qué evidencia más palmaria: este mundo es el mal. El Dios del bien no puede pertenecer a este mundo. Los gnósticos tenían razón. Hegel no la tenía. Lo real no es racional, de ninguna manera. 

—No estoy de acuerdo. No estoy hablando de cosas abstractas. 

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