martes, 31 de enero de 2012

Recuerdo

(De este texto también me quiero librar... Podría borrarlos, pero, en fin, yo creo que un blog puede funcionar como un espacio donde publicar cualquier cosa, ejercicios de estilo, estupideces, lo que sea, lo que constituye, a la vez, la gloria y la miseria del formato de los blogs)

Recuerdo muy bien mi primer año de instituto. Era un estudiante pésimo. Suspendí todas las asignaturas, excepto gimnasia, y básicamente me interesaba el fútbol y nada más. Luego, misteriosamente, dejó de interesarme el fútbol y luego, misteriosamente también, ha vuelto a interesarme el fútbol otra vez, aunque no de esa forma obsesiva y absorbente en que me interesaba cuando todavía iba al colegio y aún durante mi primer año de instituto. Recuerdo muy bien el día en que iba a hacer las pruebas para jugar en la selección de León y, por culpa de una nevada, el autobús llegó tan tarde que, cuando por fin llegamos a hacer las pruebas, las pruebas se habían acabado. Eso ocurrió el último año de colegio. Recuerdo coleccionar cromos de fútbol y recuerdo pasar tardes enteras jugando a fútbol y recuerdo una jugada maravillosa de Redondo, el jugador del Madrid, y recuerdo que la jugada de Redondo me pareció sublime y la cumbre de la elegancia futbolística y recuerdo ver muchos partidos del Madrid esperando que Redondo marcase un gol, pero Redondo no marcaba casi nunca porque, al fin y al cabo, no era un delantero, y recuerdo que mi padre siempre me decía que no pasaba nada porque Redondo no marcase goles, que no era su función, a pesar de lo cual yo siempre deseaba que Redondo marcase goles. Recuerdo ver partidos de fútbol con mi primo, que muchas veces lloraba y se cabreaba y daba patadas a lo que tuviera cerca y recuerdo que mi tío le reñía por dar patadas y cabrearse y llorar. Recuerdo que empecé a jugar en un equipo con siete años. Recuerdo que un año, durante algún tiempo, estuve jugando a la vez en un equipo de fútbol sala y en otro de fútbol, aunque luego me di cuenta de que no se podía jugar en dos equipos a la vez, pero no recuerdo qué año fue exactamente. Con once, con doce, quizá con trece años. Finalmente, ese año jugué a fútbol sala. Recuerdo llegar muy cansado a casa después de entrenar y que me gustaba llegar a casa muy cansado después de entrenar, ducharme y cenar. Me sabía un montón de alineaciones y nombres de árbitros. Compraba la guía Marca. Un amigo mío y yo éramos, probablemente, las dos personas que más sabían de fútbol de todo el colegio. Recuerdo que cuando era el cumpleaños de algún jugador de nuestro equipo, siempre había pasteles. Cuando había llovido y el campo estaba embarrado, nos tirábamos al barro a ver quién resbalaba más. El barro estaba frío y luego la ropa te pesaba y el barro se endurecía y era muy molesto. Recuerdo pasar muchísimo frío antes de empezar a jugar, cuando nos estábamos cambiando, porque en los vestuarios siempre hacía frío, más frío incluso que fuera, y que después de los partidos siempre nos invitaban a tomar un mosto, en algún bar, y siempre había mucha gente y los camareros siempre nos felicitaban si habíamos ganado o bromeaban si habíamos perdido. Recuerdo un partido en que marqué cuatro goles en la primera parte y el árbitro me dijo que no marcase más porque se iba a quedar sin espacio en su libreta para apuntarlos y que ese día fui muy feliz, porque no había nada en el mundo, entonces, que me hiciese tan feliz como marcar goles. Recuerdo que Raúl debutó en el Madrid con Valdano de entrenador, y que siempre comíamos pipas cuando íbamos a ver un partido a algún bar, y que siempre ganábamos cuando en el colegio jugábamos contra el curso superior al nuestro, y que siempre, una vez al año, jugábamos ese partido, que se había convertido en una tradición. Recuerdo que a veces el profesor de gimnasia iba a vernos jugar y que una vez me dijo que no chupara tanto porque los demás también jugaban y que me lo dijo después de que yo hubiese marcado un gol, pero lo dijo en tono de broma y yo me encogí de hombros y me reí. Recuerdo que una vez jugamos un partido amistoso contra un equipo de chicas y nadie habló de fútbol después del partido, no se pronunció ni una sola palabra relacionada remotamente con el fútbol. Cuando, de forma repentina y misteriosa, dejó de interesarme el fútbol y dejé de jugar a fútbol y de estar absorbido y totalmente obsesionado con el fútbol, en el instituto, por alguna razón si cabe más misteriosa aún, alguien, no recuerdo quién, me dijo no sé qué sobre una revista de literatura y que si quería participar, y yo respondí que bueno, pensando que participar significaba escribir algo para la revista, pero participar implicaba reunirse en la cafetería para hablar sobre la revista y, ya puestos, sobre literatura, y recuerdo que había una especie de jefecillo de todo aquello que me pareció un sabihondo relamido y presuntuoso al que, más que la literatura, le gustaba que le gustase la literatura, y que yo me aburrí mortalmente en la primera reunión, a la que de hecho no quise ir desde un principio, y que básicamente no tenía nada que decir porque no sabía de qué hablaba aquella gente y, además, de haberlo sabido, probablemente no me hubiese interesado, aunque juro por dios que no me enteraba de nada, y que al no enterarme de nada me empezaba a angustiar y lo único en que pensaba era en salir de allí, en huir de aquella gente que hablaba y hablaba sin parar, aturdiéndome y obligándome a opinar sobre temas y temas, aquella gente sentía una auténtica y misteriosa pasión por opinar acerca de todo. Por ejemplo, había una chica a la que le sorprendía muchísimo que hubiese leído a Proust, y me preguntaba mi opinión sobre Proust, y mi única opinión sobre Proust era que había que leer a Proust, pero a ella eso no le valía, había que opinar sobre Proust, cosa al parecer más importante que leer a Proust. En fin, un disparate. Así que me entraban ganas de decir que bueno, sí, Proust estaba bien, pero que si habían visto jugar a Redondo, que la jugada de Redondo me había despertado más emociones estéticas que toda aquella palabrería vacua y atosigante y, en mi opinión, si es que querían saber realmente mi opinión, totalmente estéril, no como la maravillosa jugada de Redondo, que finalmente acabó en gol, tras un regate de tacón por la banda y un pase desde la línea de fondo, un gol hermosísimo, un gran poema. Por supuesto, no dije nada, esperé pacientemente a que todo aquel grupúsculo de intelectuales terminasen de decir sus tonterías y me fui a mi casa y no volví a reunirme más. No sé qué pasó con la revista, si es que pasó algo. Recuerdo una chica de mi clase con la que sí me gustaba hablar de literatura, porque, en primer lugar, nunca me forzaba a opinar cuando yo no tenía ninguna opinión, de hecho no me forzaba a hablar, que es algo que odio y, en segundo lugar, escuchaba mis opiniones delirantes, porque a veces sí que tenía opiniones y solían ser bastante delirantes. Recuerdo que en una excursión nos emborrachamos muchísimo, una de aquellas borracheras que solo se cogen cuando uno tiene dieciséis años y piensa que el hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando reflexiona, y lo piensa en serio y de manera más o menos inconsciente. Yo era, como digo, un estudiante pésimo, pero finalmente conseguí recuperar casi todas las asignaturas y pasar de curso. Lengua no la aprobé. De hecho, creo que sigo siendo incapaz de hacer un análisis sintáctico. Por lo que a mí respecta, la sintaxis tiene más que ver con la música y con bailar al son de esa música que con descuartizar cadáveres. La mejor nota que saqué en el instituto fue en Ética. Un diez. También saqué un diez en matemáticas, en el último año de instituto, cuando cursaba el nocturno, después de haber repetido por segunda vez segundo de  bachillerato, pero ese diez fue un espejismo, porque en selectividad saqué un cero y medio, lo que no deja en muy buen lugar el nivel de las clases nocturnas de aquella época, así que no cuenta. Recuerdo a mis compañeros de clase del nocturno, todos eran mayores y ninguno pensaba ir a la universidad. Un aire secreto de desolación inundaba aquellas clases, una apatía y una resignación que quizá fueran efecto del invierno y de la falta de luz. Había una chica a la que le gustaba Nirvana y que era la única no espantosamente mayor para seguir todavía en el instituto. Creo que era un año más pequeña que yo. Era rubia y le gustaba Nirvana, pero no recuerdo su nombre. Mis amigos estaban ya en el segundo año de universidad y yo aún seguía en el instituto, con tres asignaturas. No me importaba mucho. Tenía todas las mañanas libres y todas las tardes iba al videoclub a alquilar películas. Por alguna razón, como siempre misteriosa, me dio por ver películas de serie b, películas sobre mujeres pantera, hombres lobo, las películas de Roger Corman sobre cuentos de Edgar Allan Poe, The Rocky Horror Picture Show, y así. Califico como misteriosas a las razones porque, en el fondo, pienso que todo sucede porque sí, aunque luego sea muy fácil inventarse razones. Pienso en el azar y en la necesidad, no como términos de una oposición, sino, lo que es muy diferente, como términos correlativos, pensamiento que, sin embargo, no me impide imaginar posibilidades alternativas que se perdieron irremediablemente. Por supuesto, pienso que esas posibilidades son meras ficciones creadas a posteriori y totalmente inútiles, no que se hayan realizado en universos paralelos, pero digo que lo pienso y, lamentablemente, una cosa es pensar y otra es imaginar. Los ideales de la razón y los ideales de la imaginación no siempre concuerdan, y en ocasiones incluso pueden diferir de forma desgarradora. Es posible, a la vez, pensar que nada podría haber ocurrido de otra forma y desear que hubiese ocurrido de otra forma. El ser humano es un animal muy raro, y eso es casi todo lo que se puede decir al respecto de esta especie. Recuerdo también que, después de que se me hubiese pasado la fiebre por el fútbol, fue la época en la que empezamos a salir de fiesta, cuando teníamos dieciséis o diecisiete años, más o menos, y que la segunda o la tercera vez que yo salía de fiesta un tipo me lanzó una botella de coca-cola vacía, que por suerte no me dio, y luego me dijo algo así como que si volvía a hablar con su novia me iba a dar una paliza, aunque había sido ella la que había venido a hablar conmigo y yo no sabía que tuviera novio. La chica calmó a su novio y me pidió perdón y yo pensé que todo aquel numerito había sido un fastidio y un engorro y que, si salir de fiesta consistía en eso, prefería jugar a fútbol o quedarme en mi casa viendo películas sobre mujeres que se convertían en panteras. A la chica volví a verla muchas veces y siempre, por suerte, sin su novio. La chica era rubia y no recuerdo su nombre. Fue Raúl quien marcó el gol que culminó la jugada de Redondo. Recuerdo que Redondo llevaba el pelo largo y que yo quería llevar el pelo largo como Redondo, porque realmente me encantaba la manera de moverse y de jugar al fútbol de Redondo, aunque casi nunca marcase goles. Recuerdo que casi lloro de emoción después de ver la jugada, Redondo da una taconazo y se deshace de su rival y el balón está a punto de salirse por la línea de fondo, pero Redondo llega, levanta la cabeza, con calma, con elegancia, con belleza, y ve la llegada de Raúl, pone el balón justo donde hay que ponerlo, con suavidad, con maestría, y Raúl llega desde atrás y remata a puerta vacía. Sublime. Un gran poema. Cuando iba al colegio, pasaba muchas horas, literalmente, imaginando jugadas, por eso digo que mi interés por el fútbol era obsesivo y absorbente, porque verdaderamente me absorbía y me obsesionaba y perdía horas y horas imaginando regates y pases y goles. Ahora pienso que Messi es el mayor genio de la historia de la humanidad y un prodigio y que, junto con Xavi e Iniesta, forman el misterio de dios, uno y trino, y que el gol de Iniesta en la final del mundial del 2010 es el acontecimiento más emocionante de la década y estoy a punto de llorar cada vez que lo veo, pero, créanme, no estoy tan obsesionado como antes con el fútbol. Cuando, después de ganar la liga, jugamos el provincial, nos eliminaron en el primer partido. Yo marqué un gol. El único, solitario e inútil gol de mi equipo. Ellos marcaron siete. Aquello fue, por supuesto, y sin exagerar, una catástrofe y una tragedia. Nunca me había sentido tan impotente. Sísifo levantando su roca una y otra vez seguramente lo tuvo más fácil que nosotros durante aquel partido. Recuerdo que nos dimos la mano con los rivales y que luego, en el vestuario, nos duchamos en silencio, y que un compañero de mi equipo que no jugaba nunca me dijo algo así como que qué me había pasado y yo le contesté algo así como que que hubiese jugado él, gilipollas, a ver qué hubiese hecho. Dicho así, parece que yo le contesté de malos modos, pero tendrían que haber escuchado el tono en que lo dijo. Si lo hubiesen escuchado, me darían la razón: era un gilipollas. Aquel equipo ganó el provincial. Al menos, nos consolamos pensando que nos habían eliminado los mejores. Recuerdo que durante la primera reunión de los intelectuales del instituto que planeaban su revista y en la que me aburrí y me pregunté qué estaba haciendo allí y no encontré respuesta me tomé un café y después, antes de coger el autobús, compré un cigarro suelto en el quiosco de al lado de la parada. Creo que esperando el autobús me entretuve en escribir mentalmente un poema sobre el frío, porque era invierno y hacía frío, y el autobús tardaba mucho en llegar. Creo que he perdido miles de horas a lo largo de mi vida esperando autobuses. Y he pasado mucho frío esperando autobuses. Y, por alguna razón misteriosa, ha habido veces en que me ha gustado esperar pasando frío y no lo he considerado una pérdida de tiempo, sino una oportunidad para contemplar y pensar. Otras veces no, otras veces es simplemente una putada. No recuerdo cuándo aprendí a leer. Nadie lo recuerda, que yo sepa. Recuerdo que el cuento de Caperucita Roja me daba miedo, aunque tal vez no lo recuerdo. Me han contado que me daba miedo. ¿Lo recuerdo o no lo recuerdo? Dicho de otro modo, las razones de todo cuanto sucede son misteriosas porque la voz de la razón es un postefecto causal del entrenamiento recibido. Y el suceder mismo es, si cabe, aún más misterioso. Es como aquello de que el fundamento de lo que es es, él mismo, sin fundamento. ¿Lo recuerdo o no lo recuerdo? Más tarde sí que me lo pasé bien saliendo de fiesta y emborrachándome. O como aquello de que los místico no es qué sea el mundo, sino que sea. No creo que esto tenga solución. Al final voy a tener que darle la razón a Wittgenstein, lo único que podemos hacer es callar. Recuerdo los pasillos del instituto, las clases, el patio, a bastantes profesores, a bastantes compañeros de clase, y que me piraba muchas clases para jugar al futbolín, ir a la biblioteca o a tomar café. Recuerdo cómo era la biblioteca antes de que la reformasen, los pasillos eran más estrechos, las estanterías eran más viejas, de madera, los libros sobre cine o música estaban situados al fondo, donde prácticamente no había nadie, nunca. Recuerdo quedarme leyendo junto a las ventana y que cuando me cansaba de leer simplemente miraba por la ventana a la gente pasar y a los árboles susurrar mientras el tiempo pasaba. Siempre he pensado que los árboles hablan en un lenguaje secreto. Siempre. Que hablan con el viento. He dedicado muchas horas a escucharles. Recuerdo un día, cuando ya estaba en la universidad, puede que fuera el primer año, en que me pasé una mañana entera, sin ir a clase, escribiendo, y que estaba muy contento escribiendo y sin ir a clase, y al día siguiente releí lo escrito y me pareció una mierda, pero también me pareció lo de menos. Por alguna misteriosa razón, en aquel momento lo decisivo me pareció el simple hecho de poder escribir, no escribir bien, o escribir de puta madre, aunque poder escribir de puta madre sería la hostia, desde luego, sino el simple hecho de poder escribir, de disponer de la escritura, como si fuera un tesoro invulnerable, inalienable, inexpugnable, algo con lo que, en cualquier circunstancia, pasara lo que pasara, podías contar. Con todo lo demás no podías contar. Todo lo demás podía, en cualquier momento, cambiar y desaparecer, porque, de hecho, todo cambia y todo pasa, pero la simple potencia de la escritura, pensaba yo, no, eso es diferente.

2 comentarios:

  1. Voy a quedarme un rato más por este blog.Por cierto, caperucita roja, si, el cuento da miedo.

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