martes, 18 de octubre de 2011

Houellebecq y Pynchon se encuentran en León

El recientemente desaparecido escritor Michel Houellebecq fue visto, por un testigo sin identificar, paseando por las calles de León, junto a Thomas Pynchon. Ambos paseaban en silencio. Houellebecq caminaba cabizbajo. Pynchon sonreía. Llegaron a la plaza de San Marcos, se sentaron en un banco, frente al río, y el francés, rompiendo su silencio, exclamó: joder, empieza a hacer frío en esta ciudad de las narices, seguramente todos sus habitantes están ya acatarrados; por lo demás, todos apestamos a egoísmo y a muerte, es la condición humana. Pynchon no escuchó lo que dijo, pero le contó, a modo de contestación, una historia extraña y enrevesada, durante dos horas y media, a la que Houellebecq no prestó la más mínima atención. Se fueron de tapas, porque les había entrado una hambre voraz. Primero fueron a comer morcilla. Houellebecq comentó que el tío de la Bicha sí que era borde, y no él; dijo que, comparado con el tío de la Bicha, él era todo dulzura y amor y simpatía. Pynchon empezó a hablar sobre mecánica cuántica y entropía y Houellebecq dijo: qué se le va a hacer, la vida es así. Entraron en otro bar y, como hacía frío, pidieron sopas de ajo. A Houellebecq le gustaron tanto que dijo que, si bien él no tenía ningún mensaje de esperanza, aquellas sopas de ajo estaban de puta madre y venían de puta madre para combatir el puto frío que hacía. A Pynchon no le gustaron tanto y solo dijo que le iba a costar más de mil páginas explicarse su presencia en León junto a Houellebecq, algo que no tenía ni pies ni cabeza. Houellebecq, entusiasmado con las sopas de ajo, pidió otra ración y, mientras se las servían, salió fuera del bar a fumar un cigarro. Regresó sonriente y le preguntó a Pynchon si no era encantador llegar y encontrarse con la comida lista. Pynchon asintió, es uno de los pequeños placeres de la vida, dijo, y le contó un sueño en el que palomas mensajeras de algún lugar remoto aterrizaban y despegaban, todas con un mensaje para él y una vibración de luz en las alas, pero que no podía alcanzar ninguna a tiempo. Lo cuento en la primera página de Vineland, dijo. No lo he leído, contestó Houellebecq. Yo tampoco, dijo Pynchon. Pero lo escribiste, dijo Houellebecq. Eso sí, dijo Pynchon. Se quedaron en silencio un rato. La gente entraba y salía sin parar del bar, que era diminuto y estaba abarrotado. Esta gente no para de moverse, se quejó Houellebecq. Observa con atención, le señaló Pynchon, este entorno es sumamente entrópico, se desordena con el paso del tiempo de forma fascinante, servilletas y palillos tirados por el suelo, vasos vacíos por todas partes, ir y venir, caos creciente. La humanidad es una pandilla de degenerados patéticos, dijo amargamente Houellebecq, a quien ganar el premio Goncourt no parecía haberle hecho mucha ilusión. Eres un moralista, un moralista francés cabreado, un cascarrabias, le dijo Pynchon. Houllebecq sonrió y dijo que gracias, gracias maximalista posmoderno de los cojones. Se rieron. Pidieron más cortos de cerveza. Aquí hace un frío de cojones, cierto, pero lo de las tapas gratis es la hostia. Pynchon, visiblemente borracho, dijo que estaba viejo y que el frío le estaba jodiendo los huesos, pero que, como mejor escritor norteamericano vivo, declaraba solemnemente que pensaba alcanzar, en ese mismo momento, la condición ética samurai de estar siempre perfectamente en forma, preparado para morir. Houllebecq brindó por eso, como habría hecho por cualquier otra cosa, dado su también avanzado estado de ebriedad.

No se sabe qué fue de Houellebecq después de aquella inmensa borrachera que agarró junto a Pynchon por las frías calles de León.

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