viernes, 24 de abril de 2009

Fuga geométrica

El viento soplaba fuerte y racheado arrancando las últimas flores del cerezo que no pudieron sortear con éxito las embestidas de las últimas heladas y ya nunca llegarán a ser cerezas y ahora caen al suelo del patio y son zarandeadas por el viento y dibujan complejas geometrías fractales en variación perpetua, componen danzas ebrias y febriles, se agrupan en montones, apenas unos segundos, y a continuación se disuelven en numerosas partículas solitarias, átomos incomunicados que huyen espantados, sin dirección, o en cualquier dirección, o en todas las direcciones posibles a la vez, inertes ya pero animados por el viento, que les inyecta un espejismo de vitalidad alegre y danzarina sobre un fondo de melancolía implacable, un viento que las agrupa de nuevo en pequeños montoncitos inquietos o directamente desquiciados, diminutos cadáveres, flores muertas, marionetas cuya única alma es el viento, ese viento despiadado al que es dulce ofrecerse y que te despeina el pelo y agita tus pensamientos que también se desquician, sintonizándose con la danza alocada de las flores consumidas por el frío, aunque ahora ya no hace frío y estás en manga corta, en el patio, y te dan ganas de cerrar los ojos y de unirte a la comunidad de las flores muertas, de viajar o danzar con ellas, de sumergirte en el fulgor de su silencio expectante y de su agitación suave y delicada que se desliza como un susurro y también rabiosa y violenta que golpea como un puñetazo absurdo el rostro imposible del viento.
Danza ciclotímica y, sin embargo, sorprendentemente capaz de efectuar transiciones de ningún modo abruptas entre la delicadeza de unas manos blancas y delgadas a punto de acariciarte y unos dientes furiosamente apretados a punto de moderderte el cuello o de enfrentarse a un vértigo que forma un nudo en tu estómago.

Figura de espaldas. En el brazo derecho, tatuaje de estrellas de distintos tamaños. Pantalones vaqueros de pitillo, ligeramente caídos. Zapatillas Victoria, negras. Camiseta de tirantes, blanca. Pide un paquete de cigarrillos marca Lucky Strike, y papel de fumar fino, marca OCB. Pulsera de cuero negro en la muñeca derecha. Sin anillos en los dedos. Al darse la vuelta para irse vemos que lleva unas gafas de sol Ray-Ban sobre la frente y en la camiseta aparece el dibujo de un rostro también con gafas de sol, situadas sobre los ojos, un rostro que en realidad es un montaje de varios rostros, la boca y la nariz pertenecen a un rostro distinto del rostro que lleva las gafas, la barbilla a otro rostro distinto de ambos y parte de la frente y el pelo a un cuarto rostro. Debajo del cuádruple rostro está escrita la palabra Deconstruct. Al salir a la calle el pelo teñido de verde se le despeina. Se sube, sola, en un Volkswagen blanco, viejo y pequeño estacionado frente al estanco, embrague, primera, arranca y se va.

En el mismo instante en que estábamos a punto de resignarnos y aceptar nuestro destino alguien empujó una ventana y comprobó que estaba abierta. Sin embargo, la distancia que había entre la ventana y el suelo de la calle provocó un momento de indecisión. Habíamos encontrado una salida, despues de haber estado vagando por los pasillos del instituto, corriendo para evitar a los profesores, ocultándonos en el baño de las chicas, donde también nos escondíamos para fumar, en parte porque estaban situados en la misma planta en la que estaba nuestra clase y en parte porque estaban muchos más limpios que los baños de las chicos y, además, allí estaban las chicas, aunque cada vez iban más chicos, y eso que los profesores ejercían una vigilancia especial, mucho más exhaustiva, sobre nosotros, los repetidores de segundo de bachillerato, que incluía frecuentes inspecciones del baño de las chicas, donde ellos sabían que íbamos a fumar, en los descansos entre clase y clase, y sabían también que las chicas no sólo no nos delataban sino que nos encubrían, y ahora dudábamos, en un repentino acceso de cobardía, si saltar o no a la calle, hasta que Pablo se encaramó a la ventana, con decisión, y saltó sin pensarlo siquiera, cayéndose al suelo, ante las miradas atónitas de los transeúntes, pero levantándose en seguida y comunicándonos con alegría que se podía saltar, que no pasaba nada, así que fuimos saltando uno tras o otro, temiendo en todo momento ser vistos por algún profesor.

Nada más llegar a casa Irene Valinski se quita la pulsera de cuero de la muñeca derecha y se tumba en el sofá, se descalza y enciende la televisión, se levanta y abre la ventana, para que entre un poco de viento, y vuelve a tumbarse en el sofá, sin ver ni oír la televisión, que permanece encendida sólo para aplacar el silencio de la casa vacía. Por la ventana abierta llegan voces y se levanta otra vez y sale a la terraza y observa a varios grupos de estudiantes novatos vestidos con batas blancas pintadas que beben cachis de calimocho y de cerveza y cantan canciones en las que se ensalzan sus respectivos colegios mayores en detrimento del resto, que al parecer son una mierda, están plagados de zorras calientapollas que se frotan contra la esquinas y enseñan las tetas a tíos feos con las pollas pequeñas, o son unas monjas estrechas que no han tocado una polla en su vida, ni siquiera borrachas, o van a colegios mayores con nombres del tipo esclavas de Cristo, lo que sugiere a la vez depravación sexual y castidad a prueba de bombas; Irene escucha entretenida todos estos cruces de insultos y acusaciones y le divierte la falta de consistencia que revelan, puta y estrecha se complementan en lugar de excluirse, y le divierte que se insulten cantando, con rimas infantiles y abusando de palabras como zorra, niñata, comepollas, etc. Irene no pasó por ninguno de estos rituales iniciáticos, se fue directamente a vivir a un piso compartido. Se sintió muy sola y muy triste pero también muy libre y muy feliz, aunque la felicidad a veces estuviera teñida con un matiz de terror. Fumaba porros a solas y luego se mareaba y salía a la calle y daba largos paseos y volvía a casa y leía hasta las cinco de la mañana y al día siguiente iba a clase con ojeras y con la sensación de estar a punto de desmayarse en cualquier momento y escuchaba la voz de los profesores como si éstos habitaran un universo infinitamente alejado del suyo, aunque les tuviera delante y pudiera verlos intuía la existencia de una barrera invisible que dividía dos universos. Así que contempla con curiosidad los grupos de chicas que beben y se insultan con cánticos. Si lo piensa, le parecen bastante imbéciles; reproducen una cosmovisión machista con tanto zorra y calientapollas, y la masa suele ser repugnante, y además se someten a la autoridad de las mayores de un modo vergonzoso. Pero Irene no lo piensa y va a la nevera a por una cerveza y vuelve a la terraza a observar a las estudiantes novatas y nota que un nudo se le forma en el estómago. Está a punto de llover, aunque no hace frío, el frescor del viento se gradece. Termina la cerveza y va a por otra y luego a por otra, hasta que se emborracha y entra en casa y se va a la cama y sueña con tormentas y charcos que se convierten en oceános e inundan la ciudad y su casa se transforma en un barco que avanza sin rumbo, dejando estelas caprichosas, complejos dibujos que nadie podrá seguir, el dibujo de un rostro que se deshace sin llegar a definirse nunca.

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