martes, 17 de marzo de 2020

17/03/2020

Salgo a comprar, porque necesito víveres esenciales, tales como café, cerveza, pasta, huevos, tomate frito y latas de atún. Al ir a pagar, me doy cuenta de que soy imbécil y se me ha olvidado la tarjeta. Dejo la compra en el Día y vuelvo a casa a por la tarjeta. Voy pensando todo el rato en que justo hoy se me ha tenido que olvidar la tarjeta y en lo que le diré a la policía si me para por la calle, que soy un tipo extramadamente despistado y olvidadizo y que no estoy paseando por placer. 

Llego a casa, no encuentro la tarjeta por ningún lado. Ante todo mucha calma, me digo. Tiene que estar en algún sitio. Hay un breve momento de pánico. Miro en uno de mis pantalones vaqueros y nada. Miro en otro, nada. Miro en en un tercero, nada. Finalmente, encuentro la tarjeta en una cazadora de entretiempo (tengo una cantidad absurda de cazadoras de entretiempo, no tanto porque sean muchas, siete u ocho, sino porque no me da tiempo a usarlas todas; el entretiempo es un periodo breve, siempre hace demasiado calor o demasiado frío para poder usarlas). Vuelvo al Día, pago mi compra. 

No había casi nadie, por cierto, haciendo la compra. Se ve que la gente acumuló provisiones a lo loco los primeros días. Hablo con el cajero. Le pregunto qué tal lo lleva. Ahora mejor, los primeros días fueron una locura, me dice. Imagino, digo yo. Le digo que ánimo. 

De vuelta a casa me cruzo con una compañera de trabajo. También ha salido a hacer la compra. También nos damos ánimos. Son días rarísimos. Es inevitable sentir miedo, incertidumbre y preocupación, pero también empatía y solidaridad.

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