martes, 16 de abril de 2013

Treinta años

Treinta años. ¿De ahí las canas? No, las canas ya estaban ahí, las canas siempre han estado ahí. Aunque tampoco hay que pasarse: no siempre han estado ahí, claro. Surgieron, aparecieron, brotaron en algún momento del tiempo. Hace ya tiempo. No sé cuándo. Ahí están, ahora. Antes también estaban. Aquí están, digamos, como siempre. Aunque cuando digo como siempre no quiero decir como siempre. Algo querré decir, pero no sé qué. A saber. Cualquier cosa. Treinta años, pues. Despertar, tras un sueño intranquilo, y tomar café. Un buen día para mirarse al espejo. ¿Qué ha hecho el tiempo con mi rostro? ¿Lo ha tratado bien o mal? No es fácil saberlo. El rostro está ahí y ya está. Eso es todo lo que puede saberse y todo lo que puede decirse. El simple e implacable hecho de que está ahí. Mirándote mirarle. Ese que eres tú. O tú que eres ese, lo mismo da. Tú que debieras saber que el solipsismo especular es propio de adolescentes cuya identidad está aún por definirse ahí estás, sin embargo, delante del espejo. Aunque no es verdad. Estás ahí, delante de la pantalla del ordenador. No te ves, esa es la verdad. Estás ahí escribiendo esto. Ahí es donde estás, ahora. Estás ahí, o aquí, sometiendo a tus lectores a esta prosa machacona y repetitiva. El día de tu cumpleaños. Ahí, fuera del texto, estás tú, o aquí, fuera del texto, y dentro está esta apoteosis del ensimismamiento. Más afuera, el espacio azul sin fin y los pájaros fugaces que lo atraviesan. Como siempre. Eso sí. Aunque eso del dentro y del afuera plantea complicaciones físicas y metafísicas. Eso creo. No es que importe eso ahora, claro, ni que quiera decir algo al decir eso. Tampoco importará luego, o no tiene por qué importar, no necesariamente. Ni importaba antes, si nos ponemos así. Dejémoslo aquí, antes de que se me vaya de las manos. Líneas de razonamiento que no conducen a ninguna parte. Pasa a veces. No siempre, pero a veces sí. Recomencemos. Treinta años. ¿De ahí las canas? Creo que ya hemos dicho que no. ¿Vamos a reflexionar sobre qué hemos hecho a lo largo de estos treinta años? Ni de coña. ¿Por qué? Eso es para los pobres de espíritu. ¿Por qué decimos esto? Porque no somos una conciencia rumiante. Nosotros, ni idea del porqué del plural, creemos que hay acontecimientos del pasado a los que estamos fijados como por el resplandor de una mirada y que no pertenecen a la temporalidad de Cronos sino a la de Aión. Esto nos suena jodida y hermosamente deleuziano. Esos acontecimientos nos sobrevuelan, por decirlo de alguna manera, porque de alguna manera hay que decir las cosas, y no de una única manera, impuesta por la terrible policía de lo claro y distinto. Que se joda la policía de lo claro y lo distinto. Dichos acontecimientos no son una carga sino ligeros como pájaros o cometas. Fragmentos de azar que alzan el vuelo cuando la voluntad los afirma, de manera que se transforman en viento o en una llovizna de estrellas. Nada de rumiar, pues.

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