miércoles, 9 de marzo de 2011

Entrevistas breves con hombres nacidos a principios de los ochenta

-Lo primero que debo decir, para situarnos, es que, de pequeño, en la barriada en la que vivía, había un descampado, el descampado donde estaba el viejo depósito de agua -que entonces ya no funcionaba y que hace poco derrumbaron para certificar la muerte de mi infancia- lleno de yonquis zarrapastrosos que lucían pantalones pitillo; y ese espacio estaba permanentemente en disputa. Nosotros contra los yonquis. Comprendo perfectamente las guerras que la humanidad ha librado desde siempre por la conquista de un territorio. ¿De quién era el descampado, nuestro o de los yonquis? Los yonquis nos asustaban, con su delgadez cadavérica, sus agujas y su sonrisa desdentada. Había que tener mucho cuidado con las agujas, no tocarlas nunca, bajo ningún concepto. Todos los padres grababan en los cerebros de sus hijos ese consejo elemental de supervivencia, que seguíamos a rajatabla. Las agujas se convirtieron en objetos míticos que almacenaban todo el Mal del Universo. Siempre había agujas desperdigadas por la tierra del descampado del depósito. Era preciso apartarlas a patadas antes de que pudiésemos jugar a fútbol. Preguntábamos por qué se drogaban los yonquis, pero no había respuesta. Preguntábamos por qué, si las drogas eran tan malas, se drogaba la gente. No había respuesta. Los adultos no lo sabían. Un misterio irresoluble. Algo incomprensible. Una estupidez total. El caso es que sí, claro, nos asustaban los yonquis, pero no íbamos a dejar que conquistaran nuestro descampado. Eso decíamos. Pero luego, a la hora de la verdad, nos acercábamos muy despacio y en silencio, caminando casi de puntillas y, si veíamos a algún yonqui sentado, apoyado en una de las columnas del depósito, salíamos corriendo a escondernos detrás de las cocheras, que estaban al lado, y desde allí espiábamos, planeábamos nuevas estrategias de conquista que nunca se llevaban a cabo. Tampoco es que fueran a hacernos nada. Ni se movían. Se limitaban a estar ahí. Alguna vez decían eh, chavales. Nada más. Todos estaban delgadísimos, sucios, encorvados, y todos tenían la mirada perdida, vidriosa, muy rara, como sin mirasen sin ver. No había que acercarse a ellos. Eso nos decían. Pero no nos hacían nada. En serio, no nos hacían nada. Formaban parte del paisaje.

-Nosotros éramos más cafres, sí, hay que admitirlo, que todas estas pandillas de pijos universitarios que se creen que son cool porque leen a Foster Wallace y todo eso. No nacimos con Facebook. Vestíamos muy mal. No nos comprábamos ropa. No teníamos móvil. Íbamos de casa en casa para quedar. Si nos perdíamos nos perdíamos y ya nos veríamos al día siguiente. Teníamos que usar cabinas de teléfono, ¿te imaginas? Bebíamos calimocho, al aire libre. El botelllón lo inventamos nosotros. A veces rompíamos vasos y tal, porque todavía éramos grunges. A veces nos rompíamos la cabeza. Nos caíamos de las escaleras de un bar y nos rompíamos la cabeza, qué sé yo. No adoptábamos poses de calculada indiferencia ni fotografiábamos nuestros putos pies ni nos hacíamos fotos delante del espejo ni ninguna gilipollez del estilo. No nos dolían los puntos de sutura. Por el alcohol, claro. Fuimos los primeros en jugar con videojuegos. Ahí queda eso. Ya te digo que seguíamos siendo grunges, a nuestra manera. Pantalones vaqueros rotos y camisetas de Nirvana, por supuesto. Odiábamos la música electrónica, sí. Entonces sí. En las fiestas nunca mirábamos los fuegos artificiales, nos quedábamos sentados en un banco, bebiendo y diciendo chorradas, como siempre, toda la vida diciendo chorradas, viendo las mismas películas, escuchando las mismas canciones. Ya ves. Éramos completamente idiotas. Si alguien no conocía a Iggy Pop, por ejemplo, le mirábamos como preguntándonos de qué planeta se había caído. Y eso que ignorábamos casi todo. Casi todo lo importante. Ahora también, seguramente. A menudo insultábamos a todos los grupos de música que odiábamos. Porque sí, no sé, por nada en particular, por reafirmar nuestra identidad grupal negando todo lo que no encajara en nuestros esquemas mentales, lo que hace todo dios, vaya. De verdad, no te imaginas la cantidad de horas que hemos pasado en plazas, en parques, acompañados de litros y litros de calimocho que, por cierto, es una bebida asquerosa. Yo diría que siempre he sido un tipo de lo más serio y aburrido que se ha visto involuntariamente envuelto en circunstancias que le han hecho quedar como un trastornado que, por ejemplo, se cae, borracho, de los hombros de un tío altísimo al que en algún momento se le ha ocurrido subirte a hombros porque pesas poco y también se le ha ocurrido bailar ska en ese bar pijo en el que, desde luego, no está sonando ska. Luego uno pierde la consciencia por culpa del golpe y parece que no hace otra cosa que perder por ahí la consciencia y estar loco; pues no. No, no íbamos a discotecas, ni sabíamos ligar ni nada, nos sentábamos, bebíamos, hacíamos el idiota, ya te lo he dicho, eso fue todo. Y, sin embargo, de alguna manera extraña, fuimos felices. Idiotas, jóvenes, felices, es lo mismo. Es la misma jodida cosa. A veces habábamos como si estuviésemos en una película de Tarantino. No recuerdo haberte preguntado ni una maldita cosa, y así. ¿Leer? No, no, veíamos dibujos animados, jugábamos a la peonza, a fútbol, a bate, a las chapas. No existía Internet. Toda la música que escuchábamos estaba grabada en cintas pirata. El Nervermind, en cinta pirata. Aún la tengo, se escucha fatal, pero me gusta así, que se escuche mal y sea una cinta vieja y haya resistido durante tanto tiempo. En un festival de música pasamos tres días sin apenas comer. No había agua, así que nada más levantarnos bebíamos calimocho caliente. Y fumábamos. No parábamos de fumar. Las duchas no funcionaban, llevábamos el pelo largo y con la de polvo que se levantaba en los conciertos imagínate que pintas. Cafres zarrapastrosos con el pelo lleno de polvo y con los ojos rojos y achinados deambulando por ahí, sin saber que había que crecer.

No hay comentarios:

Publicar un comentario