Fue un chico tímido, prepotente, asustado, sensible y con muy mala hostia.
De pequeño era guapo.
Y ya entonces tenía muy mala hostia.
Mucho genio.
Con menos de tres años hacía cosas como tirarse en la carretera al bajar del autobús pataleando y gritando; tirar huevos, vasos de cristal y casitas de muñecas para ver cómo se rompían. Después continuó dándole patadas a las cosas.
Con doce años, tras caerse de la bici, rompió el sillín, a patadas.
También fue un maniático de mucho cuidado y un bebedor de cerveza extraordinario.
A veces la rabia se le quedaba atorada en la garganta en forma de tristeza.
Una vez, fumando marihuana, se le reveló la verdad, de forma fugaz.
Nunca se enteraba de nada.
Le perturbó mucho una frase de Kafka: no tenemos nada en común con nosotros mismos, y mucho menos con los demás.
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¡Esto sí que es empoderamiento! Degustemos las palabras de la gran Danerys en Valyrio, su lengua materna: Dovaogēdys! Naejot memēbāt...
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Ni «espíritu de sacrificio», ni «afán de superación», ni «aspiración a la excelencia». Ni ningún respeto o simpatía por tales cosas.
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