¿Por qué demonios tienen los poemas que ser incomprensibles?
Pensemos en Mallarmé, versos perfectos como el absurdo.
Pensemos en Panero y en su alma hecha de lluvia.
¿Un alma hecha de lluvia? Imposible.
Pensemos en Rimbaud, maestro en fantasmagorías.
Cataratas sintácticas, palabras fuera de quicio.
Pensemos en Lorca y en los hombres que no sueñan,
a los que vendrán a morder las iguanas vivas.
Pensemos en Alejandra Pizarnik, vecina de luces lejanas
y ardiente enamorada del viento.
Pensemos en el limón que tiñe de amarillo el mar.
Pensemos en la flor azul de Novalis
y en las noches árticas de Nacho Vegas,
y luego en en las flores árticas, que no existen.
Pensemos en el ruiseñor y en la melancolía.
Pensemos en el corazón de César Vallejo,
tiesto regado de amargura.
Pensemos en qué hermosos son los pies en las sandalias
de la sunamita, y en el contorno de sus muslos como joyas.
Pensemos en Ezra Pound y escuchemos el viento.
Pensemos en Valente y en los ángeles y en la ceniza
y en todas las cosas que no tienen nombre.
Pensemos en Aleixandre y en que tras la lluvia
el corazón se apacigua y los pájaros nos envían
su recado misterioso.
Aunque todo esto no deja de ser elemental, obvio,
el sol que sale como un relámpago
y acaricia unos párpados dormidos.
No hay nada que comprender.
La tierra cruje, sin embargo.
Se resquebraja, piel muerta.
Los poetas agonizan en una tierra desierta
pero aún entonan su canto precario.
Son un resto que resiste.
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Ni «espíritu de sacrificio», ni «afán de superación», ni «aspiración a la excelencia». Ni ningún respeto o simpatía por tales cosas.
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