viernes, 21 de febrero de 2014

Trepidante relato de una desaprovechada hora de estudio

A modo de pequeño fresco sensorial. Esta esa una transcripción fidedigna del original manuscrito.

El ruido discontinuo y crujiente que emiten las páginas de un libro de texto al ser pasadas con lo que desde aquí parece un aire de cierta indolencia y despreocupación, aunque pudiera tratarse de hastío o ganas de dejar de estudiar ya y salir a ver el maravilloso mundo de ahí fuera. El balanceo rítmico de una pierna cruzada sobre la otra pierna, debajo de la mesa situada a mi izquierda, al lado de una ventana que da a la oscuridad de la noche, de modo que se ha transformado en un espejo y refleja el interior de la sala de estudio, pero sin impedir que se atisbe algo del exterior: la luz tamizada y lejana de las farolas puede contemplarse perfectamente. Las farolas parecen guardianas, diosas guardianas, impertérritas en medio del frío invernal, inmóviles, siempre en su puesto, como si albergaran un secreto que jamás será revelado, oculto en el corazón de la luz. El frenético teclear de unos dedos ágiles en un ordenador portátil. Los susurros entre la chica que balancea la pierna y su amiga, palabras dichas al oído y que apenas dejan huella en el aire, se disuelven en un caos ininteligible y luego se apagan y dejan de ser palabras. Ruidos de bolígrafos que ruedan por la mesa, rebasan el borde y finalmente se precipitan al vacío y se estrellan contra el suelo. Ruido de cremalleras que se abren y se cierran. Ruido de cremalleras que se cierran y se abren. Risas que se alzan como picos repentinos sobre la línea horizontal de los susurros. O algo así. Los susurros poseen una extraña cualidad hipnótica y mullida. Aunque todo puede ser producto de mi imaginación somnolienta. Ruido de gente que entra y sale. Ruido de gente que sale y entra. Más lejanos, ruidos de saxofón llegan en sordina hasta la sala de estudio. Son ruidos bastante tristes. Suenan lánguidos. Carraspeos de gente probablemente acatarrada. Los carraspeos retumban por toda la sala de una forma que podríamos definir como cavernosa o gutural. Una chica se levanta, se sacude la camiseta y se sienta. Supongo que tenía restos de tabaco de liar. Echo de menos, por un momento, el tabaco. La chica del balanceo pernil y su amiga recogen sus cosas y se van. Más ruido de gente que recoge sus cosas dispuesta a marchar. Son las ocho de la tarde. No se está mal aquí, pero hasta ahora he tenido evidentes problemas de concentración, lo que explica por qué me he dedicado a anotar impresiones sensoriales de los mínimos acontecimientos que sucedían a mi alrededor en lugar de estudiar. Trasciende la barrera del aburrimiento y al otro lado hallarás un mundo carente de límites. Tu indigente ser será recompensado con una plenitud que brillará en cada poro de tu piel. Definitivamente no me concentro y me dedico a lanzarme a mí mismo imperativos delirantes. Casi todo el mundo se ha ido ya. Escribo todo lo deprisa que puedo. Me parece que hay vaho en las ventanas, pero podría tratarse de un reflejo o algo, no sé, no veo bien. Toda visión del mundo es astigmática, en un sentido fundamental. Al otro lado, la magistral sapiencia de lo oscuro. No voy a levantarme para comprobar si es vaho o no lo es. Aunque solo quedamos la chica que está estudiando enfrente de mí, quien por cierto está ahora mismo recogiendo sus cosas para irse, y yo. Se está yendo ahora mismo, justo mientras escribo que se está yendo. La realidad verbal y la realidad extraverbal felizmente conjugadas en un acto único. Suena el ruido de la puerta. Me quedo solo. Suena el ruido del saxofón. Diría que su volumen ha aumentado sensiblemente. En unos minutos cierran. Afuera la temperatura es de cuatro grados. Me fijé en el termómetro de la farmacia antes de entrar.

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