martes, 25 de febrero de 2014

La huida

Supongo que siempre he sentido la necesidad de huir, independientemente del lugar en el que me encontrase. Se trataba -se trata todavía, a decir verdad, y muy probablemente se tratará en el futuro, porque la huida, como el amor, no se acaba nunca- de una necesidad lacerante pero difusa, de un deseo violento que sacudía mi ser. Una suerte de descarga eléctrica. Algo que me empujaba, pero no sabía adónde. Con el fin de que se hagan una idea aproximada de la situación, les diré que una parte de mí me hablaba al oído, en voz muy baja, y me decía lo siguiente: debemos partir sin demora. La otra parte -digamos que yo estaba escindido en dos mitades, las cuales, por cierto, no eran simétricas; espero poder aclarar más adelante esta cuestión- se quedaba unos segundos en silencio, con gesto contrariado, perplejo, y preguntaba: ¿ahora?

Pero ya era tarde. La sensación de que ya era tarde lo impregnaba todo. El mundo se había acabado. El fin ya había sucedido. Aunque el mundo, una vez concluido, siguiera durando.

Dos almas anidaban en mi pecho, como se suele decir. Creo que esto es bastante común. Más de lo que se cree, aunque no sé si hay alguna manera fiable de saber esto. Estas cosas son confusas, supongo. Bueno, sigamos. No luchaban ferozmente, pero luchaban todo el tiempo, con desapasionada resignación ante la inevitable falta de conclusión en que solían terminar sus disputas. La disputas eran interminables, de todas formas. Se abandonaban, más bien. Simplemente, cuando las dos mitades estaban exhaustas, el diálogo -llamémoslo así de momento- languidecía poco a poco hasta que al final moría y el silencio restablecía la calma. Aunque esa calma que emergía con el silencio fuese un espejismo y ocultase un temblor o una vibración secreta. Supongo que saben de lo que hablo. ¿No? Puede que yo tampoco. Y aún así.

Huir, partir sin demora. A la voz de ya. Esa era, al parecer, mi divisa. Pero no es que la hubiera elegido. No, no lo había hecho. No había elegido una mierda. Lo más cómodo hubiese sido quedarme en el sitio, no ir a ninguna parte. Aunque bien mirado -o mirado de cualquier forma, lo mismo da- nunca me movía de mi sitio. Naturalmente mi deseo era huir, pero al hecho de moverme no le veía ningún sentido, la verdad sea dicha. Había, sin duda, una tremenda agitación en mi interior, como de árboles azotados por furiosas rachas de viento. Un desvarío. Todo, en resumidas cuentas, y disculpen que me exprese de un modo tan general, pero no por ello menos exacto, estaba fuera de quicio. Aparentemente todo estaba en calma pero nada encajaba.

Todo, nada, nunca, siempre. Uso estas palabras sin parar, pero son palabras raras, si uno lo piensa un poco.

Así que, ya digo, yo estaba escindido, cruelmente escindido, si quieren, aunque en el fondo no era para tanto. Creo que estoy dramatizando en exceso. Pero estaba escindido o algo parecido entre una parte de mí que me insistía o impelía o conminaba a que huyésemos cuanto antes y otra parte de mí adormilada o confusa o perpleja y también quizás un poco asustada que balbuceaba indecisa y preguntaba que si ahora y que por qué y que adónde iríamos.

Y resultaba que ahora era ya tarde y que, aún así, lo mejor era partir de inmediato. Cuanto más tiempo pasemos aquí tanto peor para nosotros. Porque, además, nos persiguen. No creas que estamos solos, o puede que estemos solos sin que ese estar solos nuestro signifique en modo alguno no estar siendo perseguidos. Mucho menos significa estar a salvo. Así que rápido, vístete y huyamos de una puta vez. Aunque no haya sitio adonde ir.

Mis dos mitades antagónicas pugnaban inútilmente, pero hay que tener en cuenta que también estoy yo, aquí, hablando de mis dos mitades, de manera que somos, al menos, tres. Supongo que esto está claro. Las matemáticas rara vez mienten. Respecto a la asimetría de mis dos mitades, he de decir, aunque es de suponer que sobre este tema ya se ha escrito y dicho mucho, que otros antes que yo habrán pronunciado doctas y sabias palabras sobre esta cuestión, pues soy consciente de que no existe la página en blanco, ni la tela en blanco, ni la tabla rasa, que es muy posible que no haya nada nuevo bajo el sol, y aún así yo quiero dejar aquí mis palabras, he de decir, digo, que mi parte digamos consciente era por así decir la que escuchaba perpleja las necesidades o deseos de huir que formulaba imperativamente esa otra parte más grande y difusa que estaba, por decirlo de alguna manera, sumida en las sombras.

Digo que esto es así por decirlo de alguna manera, pero no estoy seguro de que sea así. Espero que esto se entienda.

Bueno, pues la parte sumida en las sombras -a riesgo de resultar brutalmente irritante de tanto insistir en ello he de insistir una vez más en que esto es solo una manera de hablar- a veces comenzaba a hablar, pero a medida que iba hablando su voz se aceleraba. Comenzaba hablando a un ritmo más o menos normal, sus palabras tenían sentido, se entendían. Poco a poco, sin embargo, se iba acelerando más y más. Las letras se juntaban en el aire, chocaban entre sí produciendo un chirrido molesto y no había manera de entender nada. Un tumulto monstruoso. Otras veces, por el contrario, sus palabras se ralentizaban hasta un punto que resultaba desesperante. El tiempo que hubiese hecho falta para escuchar la pronunciación de una sola letra en aquellas ocasiones era de unos tres años. Sé que suena raro, pero así era. Y el tiempo necesario para escuchar tres letras no era de quince años sino de cuarenta y ocho años, de tal manera que escuchar una frase completa excedía ya el tiempo de una vida humana.

A fin de cuentas, nuestra huida no acababa nunca porque no empezaba nunca. Mejor dicho, no acaba nunca porque aún no ha empezado. Aunque si alguna vez empezase tampoco acabaría. Creo. Y huir era, a pesar de todo, nuestra tarea. El sentido de nuestra existencia, si me permiten un momento que nos pongamos grandilocuentes.

Se trataba -se trata- de una peculiar encrucijada, creo yo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario