martes, 18 de febrero de 2014

Extraña quietud

Era como si una extraña quietud, plácida y serena, habitara en el corazón mismo de la angustia, en el centro de esa tormenta implacable que le azotaba desde hacía tanto tiempo y parecía que nunca iba a acabarse. Era como si desde esa extraña quietud le hicieran señales para que avanzara sin temor y sorteara los innumerables peligros que sin duda habrían de salirle al paso. El lugar en el que reinaba aquella calma mágica era, por supuesto, casi inaccesible. Si existía, se hallaba rodeado por altos y gruesos y oscuros muros de piedra milenaria, erigidos como amenazas y que apenas dejaban entrever el dorado interior. Había, no obstante, pequeños vanos por los que se escapaban haces de luz. Por eso se sabía que el interior era dorado. Los rayos de luz que se proyectaban desde el muro eran la prueba fehaciente. Detrás de los muros habría un prado, y la hierba sería rojiza en otoño y aletearía con el viento.

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