sábado, 16 de abril de 2011

Borradores

Los personajes habitarán en un páramo baldío y desolado muy alejado del estruendo mundanal que provoca la acumulación demencial de personas que continuamente se mueven de un lado para otro en las grandes urbes de nuestro tiempo. Los personajes no serán felices y morirán. Los personajes, desorientados, no sabrán qué hacer. Los personajes serán abandonados. Tendrán miedo. Se aburrirán. Hablarán consigo mismos. Sobre esto y lo otro. Esperarán. Morirán. Eso será todo. Nada más. Nada menos. Caminarán, de vez en cuando. Sonreirán sin ganas. Mirarán a lo lejos. Registrarán la presencia de una ausencia. Con los ojos curtidos por el polvo. Caminarán entre el polvo. Serán polvo y tiempo y nada más. Tiempo que no pasa. Tiempo congelado. Tiempo o latido quejumbroso. El sol declinará. Polvo. Un instante de plenitud y nada más. Uno solo. Es suficiente. Con uno basta. Un instante que no durará casi nada. Se inmiscuirá en la memoria, quizás. Allí se quedará. Y retornará, insistente. La presencia de una ausencia. Insiste o subsiste pero no existe. Todo lo que existe morirá. Todo lo que existe envejece y muere. Es la ley. La ley que no se transgrede. El inmortal no tiene más remedio que buscar el río de la mortalidad. Debe morir. En polvo te convertirás. Polvo enamorado, quizás. Morirás igual.

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Un no sé qué se despliega como un mordisco de luz en la noche y sobrevive durante un rato, a la intemperie, frágil. Empuñar entonces una antorcha, bajo la lluvia, en la casa sin tejado, expuesta la carne al peligro del rayo, carne herida por el rayo, desquiciada por el rayo.

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La identidad sustantiva y abstracta de la filosofía moderna se desparramó al descubrirse que el sí mismo no es un dato positivo sino un proceso.

Las relaciones son anteriores a los términos que las efectúan. Fin del primado ontológico del individuo, cuyo efecto no era sino la negación del espacio del entre y su supuesto una filosofía sustancialista.

El pensar relacional afirma que no existen personas ni cosas fijadas de una vez por todas en los contornos fijos y estables de identidades imaginadas al margen del tiempo sino flujos, encuentros, intensidades, variaciones.

La esencia es un grado de potencia. La potencia es activa, y en acto. La potencia, curiosamente, no es potencial.

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Al vivir tiempos decadentes, digo democráticos, digo tiempos... No sé, estos tiempos, los que fueren (supongo que no está bien usado este tiempo verbal, pero mola, por arcaico, para distanciarme, precisamente, de estos tiempos), nos hemos acostumbrado al sonsonete de que no hay verdades absolutas, Dios ha muerto, todo es relativo, subjetivo o subjuntivo (whatever). En realidad, si nos pusiéramos menos estupendo con el concepto de verdad (estupendos quiere decir aquí metafísicos e incluso, tal vez, cristianos), todo resultaría mucho más sencillo. Es verdad que, por ejemplo, ahora, estoy escribiendo esto. Mañana ya no estaré escribiendo esto, pero seguirá siendo verdad que ayer estuve escribiendo esto. Pasado mañana que anteayer, etc. Cuando me muera, seguirá siendo verdad que un día estuve escribiendo esto, aunque ya no estemos ni yo ni el texto. Y cuando el sol se apague y no haya ni días, seguirá siendo verdad que, cuando la tierra giraba en torno al sol y la especie humana había denominado a la sucesión de este movimiento el paso de los días, hubo un momento de un día en el que estuve escribiendo esto. Es una verdad absoluta, e incluso eterna.

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Fumando compulsivamente, por culpa de los nervios, sin saber qué decir, sin opinión sobre nada, menguando poco a poco, a punto de desaparecer, deseando estar en cualquier otra parte -en la playa, frente al mar, por ejemplo-, solo, aturdido, vacío. No me enteraba de nada, oía voces, risas, toses, carraspeos, vasos entrechocando en el aire, brindis; todo llegaba a mis oídos como un tumulto confuso, un desasosegante alboroto. Intentaba seguir alguna conversación, pero resultaba inútil. Nadie escuchaba porque todos estaban muy ocupados hablando y yo, que no hablaba, no podía escuchar nada. Me dedicaba a beber, lo cual aumentaba aún más mi confusión, pero me daba igual.

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Como escribir una novela es muy difícil y lleva mucho tiempo lo que vamos a hacer, por pereza y porque sí, es hablar sobre una novela inexistente y ese hablar sobre será el núcleo de esto, quizá, quién sabe, que podríamos llamar cuento o relato o, de forma terriblemente pomposa, pedante y absurda: Palimpsesto: desde las ruinas de la metanarrativa norteamericana hasta los páramos esencialistas de Castilla, por ejemplo.

Por supuesto, el título no significa realmente nada. Me gusta la palabra palimpsesto.

La novela, mi novela, la novela de nadie, se presenta como una colección de fragmentos (la moda manda) desperdigados fractalmente (?) por el frío y helado espacio sideral, de vidas que no van a ninguna parte, y todos los escenarios por donde transitan los personajes tienen esa atmósfera desolada y nihilista, y los personajes tienen la sensación de una catástrofe inminente que no termina nunca de llegar (típico), a la que se ven irremediablemente abocados y que les llena de angustia, de entropía (si es que algo así es posible) y de paranoia, porque la catástrofe está siempre a punto de suceder pero no sucede, está sucediendo quizá en otro escenario en el que hay tipos con cabeza de conejos (muy Lynch): inaccesible, oscuro, viscoso, el escenario de terrores inconfesables, informes y terriblemente angustiosos, de sensaciones que no pueden explicarse con palabras, que no pueden comunicarse y esa imposibilidad de comunicarse es parte integrante de las sensaciones mismas y esto también podría titularse: Tragedia solipsista: mónadas atomizadas errando por mesetas. En este momento tenemos que echar el freno autorreferencial para dejar constancia de que el autor es despreocupadamente autoconsciente de lo irritante y carente de valor de este texto que ya cuenta con dos títulos y que básicamente es un ejercicio insustancial (también es consciente de que esto podría ser algo así como una captatio benevolentiae) sin pretensión alguna de renovar el paradigma estructural de la narrativa (si algo así existe) fruto de haber estado leyendo a David Foster Wallace (rules!) durante los últimos seis o siete días.

Magda camina, entonces, por la meseta. Hace frío. Observa castillos en ruinas. A su lado, Tomás, con el ceño fruncido, pensando que no merece la pena, al fin y al cabo, andar yendo y viniendo sin propósito alguno por parajes desolados, enciende un cigarrillo y dice que deben darse prisa, nubes de tormenta se dibujan a lo lejos. Amenazadoras nubes de tormenta. El aire se vuelve frío. La calma es aterradora, pero fascinante. Magda, hoy, lleva falda. Siempre lleva pantalones pero hoy, precisamente hoy, lleva falda. Tomás piensa que quizá hoy, precisamente hoy, sea el último día de su vida en que vea a Magda. No tiene motivos para pensarlo, pero lo piensa y se pone triste. Tomás ha sobreimpreso el rostro de Audrey Hepburn sobre el rostro real de Magda (él es así) en su imaginación y por eso le parece el ser humano más hermoso de la historia de la humanidad. Se da cuenta de lo absurdo que resulta todo esto, pero aún así le da igual (repito, él es así). No puede evitarlo (ídem). Es su única posibilidad de besar a Audrey Hepburn (se le ha ido la olla). No es una posibilidad real, pero bueno. Magda-Audrey tiene la mirada perdida. Se está haciendo de noche. No van a llegar a tiempo. Magda-Audrey le da un empujón -de broma, jugando- a Tomás, y se ríe y va dando pequeños saltitos alejándose de Tomás y acercándose a continuación, sonriente, y le besa y después se ríe y vuelve a dar pequeños saltitos sobre la superficie polvorienta y llana que no parece conducir a ninguna parte. Cuando anochece, los inmensos espacios fríos y vacíos salpicados de estrellas no sobrecogen el corazón de los dos personajes, porque ya no están juntos. Le sobrecoge, a Tomás, la ausencia de Magda, que ahora es sólo Magda. Audrey Hepburn vuelve a ser un póster, una imagen flotante, ausente también, por la que no pasa el tiempo. Ahora está solo, en la meseta, como un fragmento inconexo, bajo el cielo estrellado, aullando como un lobo, retando a la luna, luna, luna.

Esto sería un ejemplo de esas vidas que no van a ninguna parte. Puesto que las causas finales son ilusiones y puesto que el azar y el destino son lo mismo, todo transcurrir es ciego y absurdo y nada más. Los hombres no son felices y mueren, dijo nuestro héroe moral, el señor Camus, levantador de rocas, negador de dioses, con su estilo lacónico de extranjero existencial. Todo esto quizá suene muy pedante (se siente). Otro fragmento de vidas: Jesús lleva el pelo largo y barba y se cree que así se parece a jesucristo y a veces, cuando está muy borracho, dice que él es el que es, que él es la verdad y la vida y el camino y la puerta y toda clase de rollos religiosos. Lo dice, supuestamente, de forma irónica. Lo cierto es que no está bien de la cabeza y está solo. La chica desapareció y Jesús se emborracha y se pone a gritar que él es la verdad y la vida y todo eso.

Jesús camina por calles en obras que ahora revelan una cualidad triste ineludible, una tristeza que te cala los huesos, y hace frío y llueve y siempre es así, frío y lluvia y soledad y pasos que quisieran coincidir con las huellas de otros pasos, pero que no encuentran las huellas y ojos que de repente miran hacia arriba y no se ven las estrellas porque está nublado o se cayeron todas sin que nadie mirase. Cierto día, Jesús se afeita, se corta el pelo, decide dejar de albergar esperanzas y poco más. No decide gran cosa. Paso a paso. Lo primero es lo primero. Ahora ya no dice chorradas cuando se emborracha. Bebe en silencio, camina en silencio, piensa en silencio. Antes de dormise lanza gritos en silencio, sin esperanza. No hace nada en todo el día. Para qué.

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El chico sencillamente experimenta la necesidad absoluta de tener constantemente el objeto en la mano y hacerlo girar. Lo hace sin pensar, sin darse cuenta, como respirar. Por ejemplo, para caminar de un lado a otro de su casa, imaginando partidos de fútbol, es necesario que tenga el objeto en la mano. Es como un trampolín que despliega su fantasía, a la vez que una referencia estable alrededor de la que gira su mundo. Lo extraño, de hecho, para el chico, sería vivir sin el objeto. Sería absolutamente inconcebible. Sería como vivir sin un centro, en la anomia y en una dispersión caótica inaguantable. En el miedo. En la intemperie.


PD: Estaban ahí, los pobres, textos en estado límbico, escritos abortados, y he decidido airearlos un poco.

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