viernes, 2 de diciembre de 2011

Algo supuestamente aburrido que sí volveré a hacer

Dos japoneses se sientan detrás de mí en el autobús y hablan a gritos y uno de ellos es el ser humano que más ruido produce mascando chicle en todo el mundo. No lo he comprobado empíricamente, pero creo que es cierto. Comprobarlo empíricamente sería imposible. También sería la cosa más desagradable y estúpida que podría hacerse. Aunque fuera posible, no sería deseable. Que algo sea deseable es una condición de realizabilidad de ese algo, creo yo. Hojeo el periódico. No logro concentrarme. Primas de riesgo, futuro incierto para el euro. ¿Sería mejor que el euro estuviera más débil? La utopía neoliberal exige una fe ciega en la política de recortes. Deuda pública, deuda privada, Banco Central, Merkel, Sarkozy. Algo pasa en Egipto, creo. Tengo demasiado sueño como para concentrarme y los dos japoneses continúan hablando altísimo, aunque no parece que estén discutiendo, y uno de ellos sigue mascando chicle de forma increíblemente desagradable. Me dan ganas de darme la vuelta y preguntarles si es que acaso consideran que alguien que ha dormido menos de cinco horas y trata de entender algo sobre posibles recesiones futuras y mercados de deuda sin haber estudiado economía se merece tener que soportar esos gritos incomprensibles que resultan del todo inapropiados considerando que son las nueve de la mañana y que recapaciten unos segundos, que se tomen unos segundos para meditar sobre reglas éticas mínimas de convivencia armoniosa en lugares públicos y sobre su conducta y que a continuación, después de recapacitar, por favor, se callen de una puta vez. Que Europa, además, se va a hundir en la miseria y que vamos a tener todos que nadar buscando la maldita balsa de la Medusa como tabla de salvación. A la desesperada. Obviamente, no digo nada. Además, siendo sinceros, todo esto se me acaba de ocurrir ahora mismo, mientras escribo, y no en el momento en que los dos japoneses me estaban molestando (el hecho de que fueran japoneses no tiene nada que ver, desde luego, pero es que lo eran). En ese momento solo pensé esto: joder, ¿no se van a callar nunca? Así que decido dejar el periódico a medio leer en esa especie de red que tienen los asientos de autobús en la parte posterior y me pongo los cascos para escuchar música y así evito oír el increíblemente desagradable ruido que produce uno de los japoneses al mascar chicle. Masca con una fuerza exagerada, en mi opinión. Creo que hace muchos años que no mastico un chicle. Nunca me gustaron. Los chicles, digo. Que no se permita fumar en el autobús y se permita mascar chicle de esa forma es algo que clama al cielo. En mi opinión, claro. Los médicos tendrán la suya, que quizá no coincida con la mía. También opino que las cabezas de los individuos que hablan por teléfono en las bibliotecas deben ser puestas en una pica, en la plaza pública, para que todo el mundo lo vea, como castigo ejemplarizante. No hay virtud sin terror, decía Robespierre, creo. Seguro que, además, estaba mascando el chicle abriendo mucho la boca, algo que, por suerte, no pude comprobar, a no ser que me hubiese levantado de mi asiento y me hubiese girado para mirar hacia atrás, algo que no quise hacer, pero se deduce claramente del volumen desorbitado que producía el incesante e irritante mascado de uno de mis compañeros de autobús (prácticamente estábamos solos en el autobus los dos escandalosos japoneses y yo; creo que había dos o tres personas más en asientos situados en la parte delantera; nosotros estábamos hacia el medio; yo en el asiento numero 25, ventanilla) que estaba abriendo mucho la boca. Mascar chicle en lugares públicos no es muestra de buenos modales, señala una tal Lucinda Holdforth (lo acabo de saber gracias a Google). Aunque también dicen, en la misma página, de aspecto muy poco fiable, por cierto, que mascar chicle reduce el estrés y previene las caries. Sí, ya. Hay que ser escépticos respecto a según qué tipo de información suministran las páginas de Internet. Esto es una jaula de grillos, según la expresión de un filósofo que es bastante reaccionario. Pero a mí la expresión me gusta. Me quedan diez horas de viaje (ahora ya no, ahora estoy en mi casa escribiendo esto; pensé en tomar algunas notas durante el viaje, pero no encontré ningún bolígrafo ni lápiz en mi mochila, aunque en teoría debería de haber al menos dos bolígrafos bic y un lápiz Staedtler Noris 120 2 HB, pero en teoría funciona incluso el comunismo, así que no escribí nada durante el viaje), de Barcelona a León, pasando por Zaragoza, Logroño (lugar originario de la bruja Antonia de True Blood, serie muy sobrevalorada, por cierto) y Burgos. En Logroño tomé un café cortado y fumé un cigarro. En Burgos una coca-cola y dos cigarros. En Burgos hacía cinco grados centígrados de temperatura. Un tipo me pidió un cigarro y dije que lo sentía, pero que no me quedaban, lo que era mentira. Me lo pidió con una falsa amabilidad que me predispuso a negárselo. Oye, por favor, y perdona, de verdad perdona que te moleste, ¿me podrías contestar a una pregunta?, ¿me puedes dar un cigarro? A lo que contesté con sequedad y brusquedad: No, lo siento, no me quedan. Mi tono de voz quería transmitir que, en realidad, sí tenía, pero que toda esa retórica falsa y afectada me había parecido una tomadura de pelo y que, por eso, ahora te quedas sin cigarro, idiota. Estoy realmente harto de que me aborden desconocidos pidiéndome un cigarro. He desarrollado una intuición infalible para saber cuándo un tipo viene a pedirme un cigarro. Lo sé antes de que me lo pidan. No fallo nunca. Mi determinación de practicar una política de tolerancia cero con los gorrones tiene, sin embargo, excepciones. No existen reglas sin excepciones a dichas reglas. Además, las reglas tiene metareglas implícitas, pero ese es otro tema. Cuando detecto amabilidad no impostada y una sincera necesidad de un cigarro suelo ceder. Los dos japoneses se bajaron en Zaragoza. Cinco minutos de parada. En la estación de autobuses de Zaragoza no se puede fumar. En el autobús quedamos solamente dos personas. Luego, transcurridos, en realidad, más de cinco minutos, se suben otras dos personas. Al menos desde Lleida, durante todo el recorrido, una niebla espesa inunda el paisaje. A mí me encanta la niebla. Adoro la niebla. Llevo horas escuchando a Nacho Vegas y mirando el paisaje inundado por la niebla. Ignoro las películas que ponen en el autobús. Siempre son malísimas. Siempre. Es una regla que tienen los autobuses: poner siempre películas que no verías bajo ninguna otra circunstancia. Esta es, curiosamente, una regla sin excepciones. Es la excepción a la regla según la cual todas las reglas tienen excepciones. La niebla es movida por el viento a una velocidad vertiginosa. Se puede mirar el sol porque gracias a la niebla no te ciega  los ojos. Un disco perfectamente redondo. Una lámpara. Tardé un rato en descubrir que era el sol. Había pensado que se trataba de la Luna. Estaba medio dormido. Se ven hileras de árboles cercanos; más allá, solo la niebla. No me gusta leer en los autobuses, solo mirar y escuchar música. Si me pongo a leer un libro, creo que me marearía un poco. El periódico solo puedo hojearlo por encima, y eso durante los primeros minutos del viaje. Luego, nada de lectura. Sonidos e imágenes. La verdad es que no me quería ir. Antes de llegar a Burgos, se me acaban la pila del mp3 y, por alguna razón, las pilas recargables que, en un alarde de previsión, había recargado (creía yo), en realidad no se habían recargado, así que me quedo sin música. Entre Burgos y León escucho en la radio que viene incorporada en la parte posterior de los asientos del autobús un programa de la Ser en el que entrevistan a Josep Borrel y hay dos catedráticos de economía que también participan. Borrell (no sé si se escribe así) hace una analogía muy gráfica sobre lo que supondría la salida del euro: sería tan difícil como volver a meter la pasta de dientes en su envase. Se comenta la estupidez estratosférica que ha supuesto la inversión a todas luces descabellada en aeropuertos como el de Castellón. Asiento enérgicamente. O como el de León, por supuesto, aunque no lo mencionan. Se me pasa por la cabeza la idea de declararle la guerra a Alemania como no dejen de ser unos capullos. O se va Merkel o aquí se va a armar la de dios es Cristo. Esa sería mi declaración formal de guerra. No desarrollo mucho esta idea, estoy cansado y no parece una idea ni muy cuerda ni muy viable. He ido alternando estados de duermevela y estados de intensa concentración en el paisaje a lo largo de las diez horas de viaje. En al menos dos canciones Nacho Vegas aparece la figura de un rey. En una, un rey que no reinaba, pero seguía siendo un rey. Llevo El rey pálido, de David Foster Wallace, en la mochila. Me gustan los molinos de viento modernos que salpìcan el paisaje. Emergían de entre la niebla como reyes melancólicos, sus aspas giraban con lentitud, majestuosas. Aerogeneradores silenciosos, impertérritos, fantasmales.

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