viernes, 9 de septiembre de 2011

La cuestión

Has pensado a fondo la cuestión, te la has planteado desde todas las perspectivas y ángulos y enfoques posibles, has meditado sobre ella las noches de lluvia y las noches en que no llovía, has meditado reposadamente la cuestión hasta fundirte con ella, hasta que la cuestión y tú consistíais en un solo ser fusionado al margen de la diferenciación entre sujeto y objeto, has reflexionado y le has dado vueltas y más vueltas, has convivido con la cuestión planteada como si fuera parte de ti, algo inextirpable ya de ti mismo, has devorado libros con ansiedad y voracidad y consultado artículos y escuchado ponencias y conferencias y has fumado con el ceño fruncido y la vista perdida en la lejanía, has interrogado catálogos, enciclopedias, diccionarios, subrayado ensayos y tratados, inspeccionado mapas y fotografías, has observado con frialdad y has tomado notas de todo lo que parecía ser importante y copiado párrafos enteros que parecían revelar algo, has elaborado listas de referencias bibliográficas y guías de lectura, dibujado mapas conceptuales relacionando todo tipo de cosas, hermeneútica y existencialismo y fenomenología y postestructuralismo, has visto el tamaño de tu ignorancia aumentar cada vez que levantabas la cabeza de los libros como un extenso mar, como un mar inagotable que crece a cada paso que das, riéndose de ti, y al final no has tenido más remedio que aceptar el viejo principio de la ironía socrática, que solo sabes que no sabes nada, porque ni siquiera sabías qué cuestión te habías planteado, si es que te habías planteado alguna, cosa que no está, ni mucho menos, clara, y entonces la cuestión era saber qué cuestión había que plantearse y, previamente, si es que había que plantearse algo, en general, cosa tampoco del todo clara, y también por qué razón había que aspirar a la claridad, por qué no a la oscuridad, por qué razón la oscuridad parecía condenada a no gozar de derecho alguno en el terreno del conocimiento, y la cuestión de la claridad contra la oscuridad parecía ser una vieja cuestión mitológica y esencial sobre la que se precisaba urgentemente arrojar algo de luz, y con la metáfora de la luz volvía a plantearse lo mismo, por qué el privilegio de la luz, por qué no, al menos, un equilibrio, el claroscuro, porque de todas formas la luz siempre proyecta sombras y pensar en un mundo que fuera pura luz quizá sería pensar un mundo sin materia, y quizá la materia era luz apagada o algo así que leiste en alguna parte, en un poema o en un libro de Estética de la arquitectura, imposible saberlo, la arquitectura es la materia bellamente limitada por el aire, te parece recordar que alguien dijo algo así, pero tú no sabes nada de arquitectura, eso sí está claro, pero no está claro que acumular conocimientos sirva para algo, en realidad, puede ser un idiotez, idea que también, irónicamente, es preciso conocer, y sobre la cual, seguramente, se escriben y editan muchos libros, porque se escriben y editan libros sobre cualquier cosa, incluso sobre la historia de la mierda, que a ver cómo se cataloga ese libro, por no hablar de la cuestión más radical de todas, la pregunta radical por antonomasia, que en realidad ni sabes si no es una completa locura digna de un mente esquizofrénica deslizándose sobre sí misma o sobre una pendiente que no desmboca en ninguna parte, una pendiente en sí, la pregunta típica de por qué el ser y no la nada, pregunta que ni de lejos sabrías contestar y ante la cual lo único que se te ocurre es encogerte de hombros y decir que porque sí, sin razón, sin motivo, porque sí y ya está, y quizá añadir, con un enardecimiento retórico digno de mejor causa que el ser existe por azar y por necesidad y que jamás hallarás motivos en él, por mucho que bucees y sondees, tan profundo es su logos o su falta de logos, que el misterio radica en que las coas sean, no en qué sean, pero todo esto llega a ser mareantemente complejo y aburrido y laberíntico y psíquicamente agotador y poco o muy poco fructífero en términos prácticos, de manera que lo mejor sería, simplemente, no pensar en ello, porque el pensamiento -y aquí viene mi proclama en pro del irracionalismo, para disgusto de Jose Antonio Marina- es lo más parecido que hay a arrojar arena sobre un mecanismo que funcionaba bien con la consecuencia inevitable de que se estropea y deja de funcionar o funciona con mucha torpeza, a trompicones, sin gracia, del mismo modo que Kleist decía que los movimientos de los bailarines pierden la gracia en el momento en el que toman conciencia de ellos y Shakespeare escribía en Hamlet -creo que era en Hamlet- que la conciencia nos hace a todos des-graciados.

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