martes, 6 de septiembre de 2011

A day in the life

El camarero viste totalmente de negro y no emite sonido alguno. Ni buenos días, ni hola, ni qué quiere tomar, ni adiós, nada. Se comunica mediante gestos apenas perceptibles. Asiente ligeramente cuando le pides un cortado. Lo prepara con lentitud exasperante. Se mueve con una lentitud exasperante pero casi hipnótica. Te devuelve el cambio sin ni siquiera esbozar un leve gesto comunicativo, probablemente por considerar que ya no es necesario. La verdad, me cae muy bien. Es una especie Bartleby que trabaja de camarero igual que podría realizar cualquier otro trabajo y que, en el fondo, preferiría no hacerlo. Me ha puesto un churro cuando ya casi me había terminado el cortado. No ha dicho nada, por supuesto. Quizá haya realizado algún gesto, pero no me he dado cuenta. Imagino que acudo a este bar, todos los días, durante años, digamos durante los próximos veinte años de mi vida, siempre siendo atendido por este camarero totalmente silencioso, la parquedad en palabras hecha hombre, sin intercambiar ni una sola palabra más allá de mi petición de un cortado durante el transcurso de todos esos años y que ambos emitimos gestos apenas perceptibles de asentimiento y resignación, siempre los mismos gestos, llegándonos a conocer de una manera extraña, íntima y ajena a la vez, años y años viéndonos a diario, totalmente cómodos y relajados en nuestros mutuos silencios, sabiendo exactamente y por anticipado qué cabe esperar respecto al comportamiento del otro, ambos rutinarios y previsibles, usando con extrema eficiencia nuestras herramientas comunicativas. Un cortado, gesto de asentimiento, expresión de cierta sabiduría hermética que trasciende las palabras.

El estanquero viene a ser la antítesis absoluta del camarero, un expresión químicamente pura de felicidad radiante e inmotivada plasmada en una sonrisa permanente y en un tono de voz cantarín. Llegas a temer que se abalance sobre ti para darte un efusivo abrazo de agradecimiento por haber entrado a comprar tabaco a su estanco. Ojos desorbitados y expectantes. Utiliza al menos tres fórmulas de saludo y tres de despedida en el brevísimo intercambio que supone pedir tabaco y marcharse. Hola, qué tal, qué quería. Adiós, gracias, hasta luego. Además, da la sensación de que su voluntad es la de decir algo más mientras tú te estás marchando y casi sientes que le estás defraudando por haberte limitado a pedir tabaco y decir hasta luego con un tono de voz decididamente poco enfático en comparación con el suyo. La verdad, preferiría ir a otro estanco. No me imagino acudiendo durante los próximos veinte años de mi vida a este estanco. El tipo es una especie de Papá Noel echando un polvo en Disneylandia puesto hasta el culo de cocaína, como aquel personaje de Friends al que todo le parecía increíblemente genial.

La ocupación de la Biblioteca debe rondar el quince por ciento. Aún así, un tipo enorme de unos cincuenta años me ha robado el sitio. Por segunda vez. La semana pasada me senté en ese sitio todos los días. Enfrente de mí se sentó el mismo tío. En las demás mesas la gente también ocupaba día tras día los mismos asientos. El tipo enorme de unos cincuenta años parece haber venido a la Biblioteca con el perverso propósito de alterar el orden establecido. Tardo unos veinte minutos en acostumbrarme a mi nueva ubicación, pero sigo pensando que el tipo enorme de unos cincuenta años me ha quitado el sitio a propósito y no se lo perdono y diseño mentalmente el transcurso del día siguiente: acudir antes a la Biblioteca, ocupar mi legítimo asiento, esperar con una sonrisa triunfal a ver el rostro del tipo enorme cuando me encuentre ahí, habiendo ganado la disputa territorial.

Esperando el autobús. Tengo que dar explicaciones sobre la hora en que salen los autobuses de Santo Domingo y hacer cálculos sobre la hora en que pasará por la parada en que estamos esperando, explicaciones sobre los autobuses rojos y azules, explicaciones sobre por qué no para determinado autobús, porque ese va al aeropuerto, señora, de nuevo explicaciones sobre el horario, sobre el precio. Creo, sinceramente, que Alsa debería pagarme un sueldo. O poner paneles explicativos respecto a horarios, líneas y precios en las paradas.

Dentro del autobús. El autobús está lleno. Señoras que se quejan atribuyendo intenciones gratuitamente perversas al conductor, en lugar de aceptar el hecho evidente de que, debido a la cantidad de gente que hay en el autobús, si estás de pie y no te agarras a ningún sitio, cuando el autobús frene y estés a punto de caerte, el hecho se debe atribuir a las más elementales leyes de la física y no a la dudosa calidad moral del conductor.



PD: También estuve pensando, mientras esperaba el autobús, durante los intervalos en que me dejaban libre la conciencia para mí solo las múltiples consultas y dudas de los desorientados usuarios de autobuses (sugiero que se impartan cursos básicos de formación de usuarios para autobuses interurbanos) una explicación muy detallada sobre por qué Paulo Coelho es el escritor más tonto que ha habido nunca y David Foster Wallace el más inteligente, que se me han olvidado. En cualquier caso, la representación gráfica se haría dibujando una campana de Gauss. También estuve pensando, y también lo olvidé, algo (¿pero qué?) referente a los dos posibilidades extremas de la literatura: Beckett y Joyce (que operarían por sutracción y por adicción, respectivamente, idea sugerida por Vila-Matas en Dublinesca). Sin duda, DFW (ahora pongo siglas porque probablemente me veré obligado a repetir varias veces su nombre en lo que sigue, no porque haya renunciado a mis firmes conviciones morales acerca de limitar el uso de siglas a los casos en que sea necesario, porque en este caso considero que lo es (necesario, digo)) sigue a este último (o sea, a Joyce, no tengo firmes convicciones morales respecto a no repetir nombres, al menos no todavía) en cuanto a preferir la expansión, la adicción, la proliferación al infinito. DFW, no obstante, quizá (la verdad, no lo sé) comparte, de un modo esencial y subterráneo (o de otro modo, quién sabe, who knows) un tema con Beckett: el solipsismo, la soledad radical del ser humano, su incapacidad de comunicarse. De esta forma, tendiendo puentes, hilos y conexiones rizomáticas (¿rizomáticas?) entre las dos posibilidades extremas de la literatura (entre las cuales habría un continuo infinito cantoriano (¿continuo infinito cantoriano? Eso dista años luz de tener sentido, amigo)) DFW se convertiría en el mayor genio literario de la historia... Aún tengo que elaborar un poco más esta tesis. Por cierto, esto no es lo que pensé sobre las dos posibilidades extremas de la literatura mientras esperaba el autobús sino lo que he pensado mientras intentaba recordar qué había pensado sobre las dos posibilidades extremas de la literatura mientras esperaba el autobús.

Cantor, el Infinito y más allá. Sobre la noción de infinito actual en Spinoza hay una explicación bastante sencilla en En medio de Spinoza, de Deleuze. Kant no la aceptaba porque se dedicaba a ser un aguafiestas, básicamente. Por eso tampoco aceptaba la noción de intuición intelectual. A Kant lo que le gustaba era montar una especie de teatro filosófico donde la Razón era el fiscal, el acusado y el juez. Supongo que lo de Cantor tiene poco que ver con lo de Spinoza (no lo sé porque yo cuando veo números me asusto y echo a correr).

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