domingo, 24 de octubre de 2010

Ni el frío ni la lluvia ni el viento tienen manos

Me gusta, a veces, que haga frío, pero no demasiado, frío estilo Octubre, inciático, larvado, frío preambular, aunque la palabra "preambular" no exista, un frío agazapado y a punto de cruzar un puente, que se estira y te toca la piel, sin manos.

Me gusta el verso la lluvia no tiene manos, el frío tampoco tiene manos, y el verso escuchad el viento, ese es el paraíso, y el viento tampoco tiene manos, y el paraíso también es que te cojan de la mano, por muy cursi que suene, y las manos y el viento y el frío y los horizontes melancólicos danzan despacio alrededor de mí, singularidades impersonales estilo Deleuze.

El frío anuncia algo. Espero quieto y callado a que suceda. Nueva definición de la melancolía: esperar que el viento, el frío o la lluvia te cojan de la mano. Caminar con las manos dentro de los bolsillos. Tampoco tienen labios, ahora que lo pienso. Tampoco tienen cuerpo. No son cuerpos, nosotros sí. La carencia de manos y de labios les impiden a la lluvia, al viento y al frío volcarse en otros cuerpos, expandir sus cuerpos, pero quizá no lo necesitan porque son pura expansión. Las manos y los labios son las antenas del Ser, pienso, pero creo que algo parecido ya lo dijo Sloterdijk.

Escuchar obsesivamente la misma canción, una y otra vez, durante horas, hasta que se me impregna en la piel, en los huesos, en los ojos. Se me ocurre un disparate: las canciones que escuchamos conforman la singularidad de la mirada, y la mirada es lo más fascinante que existe. Las manos y los labios son las antenas del Ser, reciben la señal, pero la mirada lo expresa. Spinoza sólo creía en la mirada y en la alegría, según Deleuze. Y en el instante en que dos labios se despegan el viento esculpe las miradas y las envuelve en una esfera.

Besad al viento, eso es la manía melancólica.

Las estaciones, de tren o de autobús. Lejos de ser no-lugares, son los lugares por antonomasia. Pero, a veces, son tristes, están llenas de viento y de lluvia y de frío y carecen de manos, no digamos de labios. Trakl sólo estaba feliz cuando estaba triste, por eso me lo imagino en estaciones de autobuses y de trenes y viajando solo. Me gusta escuchar música en los autobuses mirando el paisaje de Castilla, música triste que lo impregna de una intensidad sobrecogedora, de esa felicidad triste cuya esencia es un misterio.

Me gusta, a veces, que haga frío, porque sin el frío la idea de un refugio cálido y acogedor pierde su sentido. También me gusta que las chicas se pongan bufandas. También me gusta la palabra "bufanda".

Fumar con la ventana abierta.
Escribir frente a la ventana abierta bebiendo cerveza sin parar, escuchando la misma canción, sin parar. Iba a alguna parte, pero no llegué. Siempre era de noche y las farolas me parecían lo más hermoso que existía. Su luz me acompañaba. Sí, iba a alguna parte, pero ni idea de dónde quedaba. Buscaba en la cerveza y escribía poemas en los que las palabras espuma y noche azul se repetían todo el rato. Espumosas noches azules, por ejemplo. Y la lejanía, siempre algo lejano que se sustraía a la mirada. Iba hacia allí, pero no llegué. No se puede llegar. Si suena demasiado místico lo siento pero resulta que yo soy místico a más no poder, aunque no creo en nada, como Flaubert.

Nueva definición de misticismo: devenir viento, devenir lluvia, devenir frío, buscar la mano que coja la tuya.

Morder la lluvia, morder el viento, morder el frío, que me mordieses el labio inferior. El fulgor desvaído de unos labios disueltos en la noche, la piel que grita, sonríe, salta, estas son las cosas en las que puedo pensar, no es mucho, pero confío en que sea suficiente para hacerle frente a la nada que amenaza con cogerme de la mano.

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