jueves, 28 de octubre de 2010

El devenir caballo de una bicicleta

Amélie Nothomb -exploradora, antorcha humana- escribe palabras como si esparciese una llovizna de lumbre rulfiana. No quiero decir que esté emparejada estilísticamente con Rulfo, es sólo que me apetecía escribir llovizna de lumbre. Una prosa nítida abierta a múltiples devenires, punteada por fogonazos poéticos y atravesada por una alegría que aligera, que es la misión de la alegría: aligerar. Fue en la biblioteca pública de León donde descubrí a Nothomb.

Desde el momento en que existe liberación por la velocidad y el viento, existe caballo. No llamo caballo a lo que tiene cuatro patas y produce cagajón, sino a lo que maldice el suelo y me aleja de él, a lo que me levanta y me obliga a no caer, a lo que me pisotearía hasta la muerte si cediera a la tentación del fango, a lo que me hace bailar el corazón y relinchar el estómago, a lo que m transporta a una velocidad tan frenética que tengo que cerrar los párpados con fuerza, ya que la luz más pura nunca deslumbrará tanto como la bofetada del aire.

Llamo caballo a ese irrepetible lugar en el que es posible perder todo anclaje, todo pensamiento, toda consciencia, toda idea de mañana, para convertirse sólo en un impulso, para ser únicamente algo que se despliega.


Llamo caballo a esta entrada en el infinito y llamo cabalgada desbocada al momento en el que me encuentro con las multitudes de mongoles, de tártaros, de sarracenos, de pieles rojas u otros hermanos de galope nacidos para ser jinetes, es decir: para ser.


Llamo cabalgada al espíritu que se precipita con la fuerza de sus cuatro herraduras, y sé que mi bicicleta tiene cuatro herraduras y que se precipita y que es un caballo.


Llamo jinete a aquel cuyo caballo le ha salvado del hundimiento, a aquel cuyo caballo le ha dado la libertad que le zumba en los oídos.


Ésa es la razón por la cual nunca un caballo ha merecido tanto el nombre de caballo como el mío.



Amélie Nothomb, El sabotaje amoroso

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