lunes, 25 de octubre de 2010

Lenguaje, aire, lluvia, identidad

El examen del edificante lenguaje ajeno me llevó a la siguiente conclusión: hablar era un acto tan creativo como destructivo. Era mejor andarse con mucho cuidado con aquel invento.

La suavidad del aire nocturno fluía por la ventana y se asomaba directamente sobre mi cama. Me la bebía hasta sentirme ebria. Sólo por aquella prodigalidad de oxígeno habría podido adorar el universo.

Desde lo alto de mi experiencia antediluviana, sabía que llover constituía la cumbre del placer. Algunas personas habían observado que era recomendable aceptarme, dejarse inundar por mí sin oponer resistencia. Pero lo mejor era ser directamente yo misma, ser la lluvia: no había voluptuosidad mayor que derramarse, llovizna o chaparrón, fustigar los rostros y los paisajes, alimentar los manantiales o desbordar los ríos, estropear las bodas o celebrar los entierros, abatirse con profusión, don o maldición del cielo.

A veces pienso que nuestra única especificidad individual radica precisamente en esto: dime lo que te da asco y te diré quién eres. Nuestras personalidades son nulas, nuestras inclinaciones resultan a a cual más banal. Sólo nuestras repulsiones nos definen realmente.

Amélie Nothomb, Metafísica de los tubos

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