jueves, 12 de febrero de 2009

De viaje con las alas rotas

No había forma de averiguar si mi estado de ánimo compuesto de una alegría fluida y ligera y de una tristeza sólida y grave encontraba asilo en la música o bien la propia música lo potenciaba excitando mi imaginación, de modo que la alegría triste lo empapaba todo y soplaba de forma salvaje, verde y oscura, atractiva y peligrosa, indomable, con los músculos tensos y la mirada serena, atravesando la lluvia, los desiertos, las paredes de los edificios, los recuerdos de mundos destruidos y los mundos que todavía duermen esperando a saltar del trampolín, el humo de las chimeneas, el frío pegado a las manos, a los huesos, los planetas perdidos, los abandonos, las pérdidas, las borracheras, lo que se sustrae a la mirada más penetrante y atenta y el mundo de las pequeñas cosas que pasan desapercibidas.

La imaginación lo sacudía todo desde su lugar imposible, se ampliaba reposando en la música hasta abarcar una totalidad abierta, dinámica, inagotable, en la que me sumergía, empujado al irresistible y misterioso placer de borrar la frontera que divide lo exterior y lo interior, con miedo y pasos titubeantes, con los ojos cerrados, aprendiendo a caminar a la pata coja y a derramar lágrimas con una sonrisa congelada, a empuñar unas alas rotas como un viejo paraguas capaz de resistir todas las tormentas.

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