sábado, 15 de junio de 2019

15/06/2019

Me despierto, miro la hora en el móvil: son las diez de la mañana. Me invade una pereza de dimensiones cósmicas y una nostalgia difusa por un pasado irrecuperable, así que me paso más de tres cuartos de hora, concretamente una hora y cincuenta y dos minutos, remoloneando en la cama. Al filo de las doce me digno por fin a abandonar el lecho, me lavo la cara y me preparo un café. Enciendo la tele, le doy al mute, cojo un libro, leo un rato, y luego, al hilo del libro, escribo esto: 

La ideología ecologista imagina una naturaleza armónica previa a la instrusión del ser humano en ella. Según este mito, el ser humano es un intruso. No formamos parte de la naturaleza, no estamos insertos en su compleja trama, caótica y desequilibrada, sino que somos nosotros, pecadores, los que perturbamos el equilibrio natural. Pero, evidentemente, este equilibrio es una ficción ideológica.  

Esto no significa que no debamos hacer nada, todo lo contrario. Como dice Jorge Fernández Gonzalo en su Manifiesto pospolítico (que es de donde estoy sacando las ideas de este post): es preciso intervenir en la naturaleza para evitar que entre en una deriva inercial en la que nosotros mismos estaríamos en peligro. La cuestión sería, dicho de forma abstracta y teórica, lograr un buen ensamblaje entre la teconosfera y la biosfera. ¿Cómo? No tengo ni idea. Lo que está claro es que no basta con llevar nuestra propia bolsa al supermercado o comprar productos ecológicos. ¿Y si estos pequeños gestos solo sirvieran, en definitiva, para sentirnos bien, moralmente en paz con nosotros mismos, mientras los problemas ecológicos continuan exactamente igual?

No hay comentarios:

Publicar un comentario