sábado, 27 de marzo de 2010

Avanzar

Llegó la hora. Así, inadvertidamente. Un instante cualquiera, pero no. Un bullicio atosigante en el que se destacan los temples anímicos de la rabia y la melancolía contrasta con la serenidad y la placidez de un día que transcurre como a cámara lenta, con movimientos acuáticos, torpes. ¡Avanza! Pero no. Nada se mueve. El deseo inútil de disolverlo todo, de acelerarlo todo, de que todo huya, de deshacer todos los arraigos sedimentados, todos los fardos, toda la pesadez. Y danzar. ¡Danzar! Que todo cobre gracia, alegría, ligereza. Resplador. Y nada de reproches, por favor. Nada de criticar, de rumiar, de comentar esto y lo otro, y lo de más allá, nada de análisis de comportamientos, de normalizar, que si uno dice, el otro hace. Basta. Si tan solo pudieras sentir la brisa fresca en la cara, cerrar los ojos y no golpearte con obstáculo alguno, saltar por el universo, digamos como en un cuento infantil, dibujar estrellas como baldosas, dibujar puertas y atravesarlas, saltar de una estrella a otra, saludar a alguien con una sonrisa, tumbarte cansado sobre la hierba de cualquier planeta y sentir tu respiración acompasada con el ritmo del mundo, y olvidar, olvidar, rozar la palma de la mano con el rocío y olvidar. Nada de cuentos morales sobre la capacidad redentora de la memoria. Hay tanto que olvidar. Olvidar es una función digestiva gracias a la cual el cerebro no se ve aplastado y sometido a una presión incapacitante. Esto ya lo sabía Nietzsche, el sabio que concita los odios de los pesados anarquistas de facultad, que haberlos haylos. Llegó la hora de decidirse. ¡Avanzar! No es un instante pleno, no es una epifanía deslumbrante, y sin embargo. Dentadas feroces, el mundo se abre. Baila, más allá de las expectativas pueriles de los otros, cielo e infierno, desligándote de todo, la fina película de sudor que perla tu pálida frente es borrasca y misticismo carnal, potencia y alegría, rocío de olvido, despliegue. Las velas hinchadas, ¡avanzar!

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