La música de William Basinski es algo así como un lugar nebuloso en el uno se siente inmerso. La palabra es inmerso. Loops que podrían ser eternos, que sugieren una eternidad cíclica, se van, pese a todo, desintegrando. Lo hacen muy lentamente, de manera apenas perceptible, sometidos a variaciones infinitesimales en cada nueva repetición.
Pero finalmente el sonido se desintegrará, porque el vacío, nuestro querido vacío místico y nirvanesco, acaso brahmánico y cabalístico, se erige como el vector que orienta todo el movimiento de las ondas sonoras.
Dios, la nada, también está al final.
Ese vacío, que es el principio de la creación, sería también su fin, en el doble sentido de la palabra fin: meta y acabamiento.
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