sábado, 28 de febrero de 2015

Él (II)

La boca negra de un caballo muerto

El abismo de mi melancolía, dice él —seguramente pervirtiendo alguna frase de Vollmann, pues se le ha metido en la cabeza que las citas son sampleables y modificables— es tan negro como la boca de un caballo muerto, pero en esa boca, en esa oscuridad, hay luciérnagas. (La verdad es que no siempre hay luciérnagas. Yo, dice él, siempre deseo que las haya, pero mi deseo no puede evitar que a veces solo haya oscuridad, nada más que oscuridad). A continuación se encoge de hombros, guarda silencio y observa las nubes. Pasan con agradable lentitud.


Solemne

Solemne, pero nada rollizo, avazó desde la silla de su habitación a la ventana. La abrió. El viento le despeinó. Al no llevar bata, el viento no pudo juguetear con ella. Declaró entonces: «ya no creo en esa fantasía helenística del sujeto ataráxico que no necesita nada, ya no creo en los estoicos ni en los epicúreos ni en los cínicos ni en ninguna otra valerosa pero para mí insuficiente ética; y tampoco, claro está, creo en esa autogénesis fantasiosa con la que se funda el sujeto moderno; no creo en Descartes, no creo en Kant, no creo en la autonomía del hombre, pues no es cierto que el sujeto pueda darse una ley a sí mismo; no, ya no puedo creer en esas cosas». ¿Se convirtió en una especie de fideísta irracionalista? ¿Depositó su confianza en el insondable camino de la gracia? ¿Aborreció la Ilustración? ¿Creyó, con San Agustín, que la libertad no era suficiente, que no era suficiente ni de lejos para colmar sus anhelos indeterminados, sus ansias insensatas, su fiebre y su hambre voraz de no se sabe qué? ¿Pensó que su frágil alma no podría ser fortalecida ni siquiera por Homero y, en consecuencia, quiso echarse en brazos del Crucificado? Todo esto no son más que ociosas especulaciones. Lo único que sabemos —así lo dejó escrito— es que estaba de acuerdo con Simone Weil en que los misterios de la fe se degradan si se convierten en un objeto de afirmación y negación, cuando en realidad deberían ser objeto de contemplación.

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