miércoles, 9 de octubre de 2013

El ermitaño aterido de frío (sin motivo narrativo, sin moraleja y, por supuesto, sin trama)

El frío, que siempre vuelve, ya había atenazado de nuevo sus huesos y helado sus manos y por eso S. se retorcía y contorsionaba de forma más artrítica que elegante en su silla azul (también eran de color azul su cenicero, su toalla y su mp3, entre otras cosas). Trataba de sacudirse el frío de encima, pero no lo lograba. Estoy definitivamente entumecido, se dijo, apenas si puedo moverme. Lo mejor será que me acurruque en un rincón, contento de poder, al menos, respirar. Con sus manos torpes como garras abrió la novela que estaba leyendo, escrita por un judío erudito y socarrón, una novela que supuestamente hablaba sobre un ermitaño pero que en realidad era un embrollo demencial. La trama, si la había, era ininteligible. Las citas, reales e inventadas, se sucedían sin orden ni concierto. En las notas a pie de página se hacía referencia a libros inventados. Una especie de diáspora semántica estallaba entre sus páginas. Una buena novela, sin duda. Las personas que intenten hallar una trama serán fusiladas, se advertía al final de la novela, citando a Mark Twain. Bien. Los oídos comenzaban a dolerle, por culpa del frío, obviamente. La fuerza necesaria para teclear le abandonaba. Lo notaba. Escribir una frase era un tormento indecible. Se estaba convirtiendo en una piedra. El dolor se ramificaba por sus brazos, su cuello, su nuca, hasta invadir la totalidad de su ser. Seguía, no obstante, escribiendo. Una piedra sufriente, el judío errante paralizado, catatónico. No más errar por ahí, que el mundo se prosterne ante ti, en tu habitación congelada. Superar la adversidad, se dijo, me hará más fuerte. La frase le sonó idiota pero acertada. S. era un gran defensor de los escritores diletantes y también de la idiotez, de la estulticia y de la pereza. Su cita preferida de Bukowski: mi ambición está limitada por mi pereza. No todo el mundo puede comprender la teoría de la relatividad ni al puto Gödel. Él estaba con los torpes, con el batallón de los torpes, con el bien nutrido grupo de los que suspendían matemáticas y repetían cursos y eran incapaces de pasar niveles del Candy Crash sin pedir ayuda. Se hallaba en un moderado estado de dicha nietzscheana, por así llamar a su determinación de escribir resistiendo el dolor. Dolor más superación igual a éxtasis. Algo así. No tenía tiempo de pensar en lo que pensaba. De pensar en lo que decía o se decía o escribía, solo de teclear en mitad del dolor y del drama de la vida y del cuerpo aterido de frío. En el infierno no hay llamas, solo frío. El frío es mil veces peor. Claro que en medio de una hoguera uno pensaría lo contrario. Todo depende del contexto. Incluso, o sobre todo, o como cualquier otra cosa, los significados. Pero los significados no existen. No, al menos, como cosas. En otra ocasión debo meditar esta cuestión, cuando tenga tiempo, pensó S. El dolor de oídos se expandía de forma imprecisa y no podía estar seguro de si ahora también le dolían las muelas o era solo el dolor de oídos que ya lo había invadido todo. El dolor, dicho sea sin más, es irracional. Algo que no encaja en, digamos, el esquema hegeliano de cómo son las cosas. El dolor es irracional, el dolor es real, por lo tanto lo real no es racional. Lo real es, y eso a lo mejor ya es decir mucho, y eso que el ser no es un predicado real y todo eso... El frío trastornaba la mente de S. y este estuvo enredado en tediosas disquisiciones abstractas durante un rato bastante largo sin sacar provecho alguno. La novela del escritor judío (dicho sea también sin más, S es un gran fan de los escritores y los filósofos y los cineastas judíos en general pero sobre todo, lógicamente, de algunos en particular, entre los cuales podemos mencionar arbitrariamente a Kafka, a Spinoza y a los Coen, pero no a Philip Roth) tiene menos de cien páginas y se lee fácilmente en un día, eso sí, sin enterarse uno de nada o de casi nada, lo cual, de alguna forma, por algún motivo, a saber cuál, invita a releerla de inmediato. La novela, por lo demás, ni empieza ni acaba. Bien mirado y pensado, esto es así de todos los libros. El frío le impide a S. seguir reflexionando, o seguir haciendo algo parecido a reflexionar, lo que fuere, y deja que la novela se caiga de entre sus agarrotadas manos a la vez que inicia otra serie de movimientos poco elegantes con el objetivo de desentumecerse de una vez por todas. Dado el fracaso de sus contorsiones, que no logran distender su anguloso y rocoso cuerpo aterido por el frío repentino, decide darse una ducha con el agua muy muy caliente, prácticamente hirviendo. Eso le desentumecerá y le lanzará de nuevo al mundo de los activos, de las personas no susceptibles de ser confundidas con piedras cubiertas de escarcha. El potencial redentor del agua y de las palabras es indudable, se dice S., con tono triunfal, contento con su hallazgo verbal o teológico. Mejor si el agua sale limpia y pura, si las palabras fluyen gráciles y aladas, pero si el agua está sucia, si arrastra tierra rojiza, si las palabra salen a trompicones, con esfuerzo, más como una serie de escupitajos que el lector quisiera evitar que como un arroyo rumoroso de aguas cristalinas en el que el lector quisiera bañarse, pues qué se le va a hacer. Escribir y ducharse con agua prácticamente hirviendo todos los días (imagina S. que así inicia un remedo de las cartas morales a Lucilio, de Séneca) desentumecen cuerpo y alma, aunque uno escriba con anacolutos y se líe con los tiempos verbales y tenga pesadillas con las preposiciones.

PD: El ermitaño aterido de frío había vuelto a fumar demasiado. Se mesaba su larguísima barba mientras la ceniza de los cigarros se desparramaba sobre el teclado y sobre las amarillentas páginas de la novela. Su fe en las palabras permanecía incólume, al margen de las noticias apocalípticas sobre el fin de la novela y al margen de los escritores sollozantes. Después de escribir algo, lo que sea, dice nuestro escritor diletante, siento que mi daímon interior ejecuta unos pasos de baile y sonríe satisfecho. Y añade: ya pueden considerarme un lunático, o no creerme, o creer que lo digo solo de modo figurado, pero quien escribe no soy yo, es mi daímon.

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