lunes, 9 de septiembre de 2013

Odia a tus vecinos

Odiar a tus vecinos es algo lógico, algo que pertenece a la esencia del ser humano en cuanto tal. ¿Quién inventó a los vecinos? ¿Para qué sirve un vecino? Son preguntas que han ocupado el supremo esfuerzo del pensar desde la noche de los tiempos. Sirven para pedirles sal, según el conocido tópico. Pero no es verdad. Hay pocos momentos en la vida de un ser humano en que uno sienta una necesidad tan apremiante de sal. Mejor comer un puré de patatas soso que pedir sal a tus vecinos, además. Doy por hecho que todos los vecinos son odiosos. Naturalmente, eso nos convierte a todos, en cuanto que todos somos, a nuestra vez, vecinos, en odiosos. Se trata de una consecuencia desagradable del axioma según el cual todos los vecinos son odiosos, pero estamos dispuestos a defender nuestro axioma hasta el final, independientemente de las consecuencias que conlleve. Habría que exceptuar a los anacoretas místicos que caminan por los desiertos en busca de de epifanías fulgurantes y demás fauna extremadamente insociable -a la que no sabríamos si calificar de monstruosa o maravillosa-, claro.

Pero, ¿por qué son tan odiosos los vecinos? ¿Qué convierte al vecino en sí en una entidad digna de suscitar odio? Se sigue de su sola definición: el vecino es una entidad productora de ruidos de las más variada índole. Producen ruidos constantemente, de ahí su capacidad inagotable de crispar los nervios y la paciencia.

7 comentarios:

  1. Así es. Especialmente oculto es el misterio de ese ruido de bolas rodantes por el suelo (nuestro techo) que todo vecino de arriba produce.

    Es muy curioso, pues, en tanto que posibles vecinos de arriba, nosotros mismos seguramente producimos ese mismo tintineo, y sin embargo, ¿cómo lo producimos? Incluso lo diría mejor de forma impersonal: ¿cómo se produce?...

    Nunca me gustó Expediente X, pero sin duda es un caso para ese par de... agentes.


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  2. Cierto, deben de ser una especie de gnomos, o duendes, o geniecillos traviesos que habitan entre los pisos y son aficionados a las canicas. Un misterio.

    Ahora mismo yo no tengo vecinos de arriba, ni de abajo, ni siquiera por ambos lados. También es un misterio qué le ha pasado al vecino de la izquierda. Arregló la casa, hace años, y no ha vuelto. La hierba de su patio crece salvaje, y oculta cosas. XD

    Durante el primer año de universidad, la vecina de abajo estaba convencida de que movíamos muebles, de que los arrastrábamos con el ánimo alevoso de no dejarla dormir y de que enloqueciera. No era verdad. Jamás hubo un piso de estudiantes más ordenado y silencioso en Salamanca. Vivía con dos desconocidas. Una de ellas prácticamente nunca estaba en el piso, la otra era una señorita Rotermeyer que tuvo la ocurrencia de chillarme por una nimiedad relacionada con el lavavajillas, momento a partir del cual no volví a intercambiar con ella más de dos palabras seguidas. Total, que el piso era un agradable lugar de recogimiento y paz espiritual en el que ni se arrastraban muebles ni se organizaban fiestas ruidosas. Los años posteriores, en otros pisos y con otros compañeros, fueron bastante más caóticos, en plan: hemos salido cinco días de fiesta esta semana y aún es sábado y mi mente no está predispuesta ni lo más mínimo para desentrañar la imponente majestuosidad conceptual de La fenomenología del Espíritu, cuyo prólogo he de comentar el lunes. Aunque, dentro de lo que cabe, siempre fuimos respetuosos con los vecinos, creo yo. En fin, le aseguramos (varias veces) a la vecina de abajo que nosotros no hacíamos nada. Ella no se lo creía y, durante la discusión, yo, después de haber dicho todo lo que tenía que decir, que no arrastrábamos nada por el suelo, me encogía de hombros, como diciendo: pues nada, este conflicto es irresoluble porque usted, señora, para su información, está completamente chiflada. O bien los ruidos provenían de otro piso o la señora no estaba bien: tertium non datur.

    En ese mismo piso, desde mi habitación, que daba a un patio interior, oía a una vecina, una señora de unos noventa años, hablar con su perro Lucas. Era una señora graciosísima que le preguntaba a su perro por qué ladraba, qué le pasaba, si tenía hambre, etc. Lucas, hijo, qué te pasa; cosas así. No había nada en su tono de voz que indicara que estaba hablando con un perro. Me caía muy bien. Más de una vez me la encontré en el portal con Lucas, esperando a que alguien le abriera la puerta porque ella no podía. La puerta abría mal, ciertamente. Te agradecía que le abrieras la puerta con el mismo tono de voz en el que le hablaba al perro. Gracias, hijo; vamos, Lucas, que ya podemos pasar. Una vecina nada odiosa.

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  3. En realidad, que a través de la ventana de mi habitación llegaran tantas voces, conversaciones, música, etc, de otros vecinos, más que molestarme, me pareció muy curioso. Siempre, hasta entonces, había vivido en una casa. Salir a la calle y estar en una ciudad, en lugar de un pueblucho feo dejado de la mano de Dios (a decir verdad, cuando era pequeño me encantaba mi pueblo... Bueno, pueblo pueblo, dejémoslo en villa o en ciudad dormitorio absurdamente separada de León con el aparentemente único objetivo de obligarme a esperar a autobuses para ir y volver a cualquier sitio... No sé por qué, pero este comentario se está alargando hasta convertirse en un esbozo de autobiografía, jeje) me parecía alucinante. Caminaba durante horas. Me parecía la mejor ciudad del mundo. Y me lo sigue pareciendo. Una noche, al regresar a casa, tras despedirme de unos amigos, me perdí. Llevaba poco tiempo allí, claro, aunque la orientación espacial es algo de lo que mi cerebro carece por completo. También me pareció interesante tener que deambular solo, de noche, en una ciudad desconocida, sin saber si girar hacia la derecha me acercaba hacia mi destino o me alejaba más aún, y tener que tomar estas decisiones guiado por intuiciones carentes de fundamento. Finalmente, me encontré con un compañero de facultad que había salido a comprar tabaco a las cinco o seis (no tengo un recuerdo tan exacto) de la mañana y más o menos me indicó dónde estaba mi casa, que resultó estar muy cerca de allí.

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  4. Otra vecina de Salamanca, en otro piso, tocaba el piano y tampoco me molestaba (segunda vecina no odiosa... mi lógica de "Para todo x, si x es un vecino, x es odioso" se está yendo al traste). La pared era delgadísima, se oía todo. Estaba convenido de que si le daba un ligero puñetazo en la pared mi puño aparecería al otro lado. Pero nos compenetrábamos cuánticamente. Si ella se quedaba haciendo ruido hasta las cinco de la mañana, yo me quedaba hasta las cinco de la mañana leyendo, escuchando música, viendo películas y yendo y viniendo a la cocina en busca de provisiones. Si tenía que acostarme pronto, no oía ni un ruido en su habitación y podía dormir tranquilamente. El entrelazamiento cuántico-vecinal no es común, supongo.

    Y eso es todo lo que tengo que decir sobre el tema de los vecinos XDD

    PD: he tenido que partir el comentario en tres porque era demasiado largo... No entiendo la limitación de caracteres

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  5. Salamanca! Y yo que le creia a usted discipulo astur buenista...!

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  6. No, no, yo provengo de una secta de heideggerianos contumaces XD

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  7. Recitábamos Ser y tiempo de rodillas, todas las mañanas, balanceándonos de atrás hacia adelante... Probablemente estoy exagerando.

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