domingo, 15 de mayo de 2011

Llegar a la cima y gritar

Extendió los brazos como si fueran alas. Aquel era el sitio en el que todo el mundo quería estar. La cima. Pero no había muchos niños que pudieran hacerlo. La mayoría se asustaba, porque si uno perdía pie y caía por el borde, se mataría. A su alrededor estaban los tejados de las demás casas y las verdes copas de los árboles. Al otro lado de la ciudad se distinguían las agujas de la iglesia y las chimeneas de las fábricas. El cielo era de un azul brillante y ardiente como el mismo fuego. El sol convertía todas las cosas del suelo en objetos de un blanco mareante o negro.
Mick deseaba cantar. Todas las canciones que conocía pugnaban por subir a su garganta, pero de ésta no brotaba el menor sonido. Uno de los chicos mayorcitos que había conseguido llegar a la parte más alta del tejado la semana anterior dejó escapar un grito y luego empezó a vociferar un discurso que había aprendido en la escuela secundaria: ¡Amigos, romanos, compatriotas, prestadme oídos! En el hecho de subir a la cima había algo que le hacía sentir a uno una emoción salvaje, así como el deseo de gritar o cantar o levantar los brazos y echar a volar.
Carson McCullers, El corazón es un cazador solitario


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