martes, 3 de octubre de 2006

La llegada a la ciudad desconocida

Al bajar del tren ya era de día y un sol pálido, invernal, dibujaba con trazos limpios los contornos de la ciudad. Bostezamos, nos frotamos los ojos y nos pusimos a caminar en dirección al bar de la estación, donde desayunamos café con leche y bocadillos. Las ciudades desconocidas crean la ilusión de un comienzo, un encanto fugaz que se deshace cuando nos habituamos a sus calles, a sus bares, a sus gentes. Nuevamente hay que partir. A otras ciudades.

Compramos tabaco y nos pusimos en marcha, sin un plan previo. Caminamos a la deriva por las calles laberínticas de la ciudad desconocida con la atmósfera mágica del encanto aún erizándonos la piel.

3 comentarios:

  1. Anónimo3:45 a. m.

    Eres grande tío, muy grande. Las almas errantes sabrán apreciarte y si no, que vaguen para siempre.

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  2. ¡¡Vuelves con doble impulso!! Me gusta esta página, me gusta más tu faceta literaria pura, sin filosofía d epor medio :-D

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  3. Gracias!! pobrecita la filosofia, no me la quiere nadie... :p

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