Al bajar del tren ya era de día y un sol pálido, invernal, dibujaba con trazos limpios los contornos de la ciudad. Bostezamos, nos frotamos los ojos y nos pusimos a caminar en dirección al bar de la estación, donde desayunamos café con leche y bocadillos. Las ciudades desconocidas crean la ilusión de un comienzo, un encanto fugaz que se deshace cuando nos habituamos a sus calles, a sus bares, a sus gentes. Nuevamente hay que partir. A otras ciudades.
Compramos tabaco y nos pusimos en marcha, sin un plan previo. Caminamos a la deriva por las calles laberínticas de la ciudad desconocida con la atmósfera mágica del encanto aún erizándonos la piel.
Compramos tabaco y nos pusimos en marcha, sin un plan previo. Caminamos a la deriva por las calles laberínticas de la ciudad desconocida con la atmósfera mágica del encanto aún erizándonos la piel.
Eres grande tío, muy grande. Las almas errantes sabrán apreciarte y si no, que vaguen para siempre.
ResponderEliminar¡¡Vuelves con doble impulso!! Me gusta esta página, me gusta más tu faceta literaria pura, sin filosofía d epor medio :-D
ResponderEliminarGracias!! pobrecita la filosofia, no me la quiere nadie... :p
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