lunes, 4 de enero de 2016

20 años de La Broma Infinita



Hay muchísima gente que considera a La broma infinita ilegible, soporífera, insoportable, pretenciosa, pedante, una ida de olla descomunal, ferozmente antinarrativa, un poco cóncava y tal vez demasiado anticonfluencial, etcétera. 

Hay gente —según he oído decir por ahí— que se queda en estado de shock postraumático, o así como medio catatónica, después de leer los primeros centenares de páginas y renuncia a seguir leyendo un mamotreto que, según ellos, está arruinando sus vidas y robándoles su precioso tiempo a cambio de interminables descripciones ultradetallistas y de una sucesión un poco loca de fragmentos sin aparente relación entre sí (el ojo peripatético del narrador intenta registrarlo todo y la novela se acerca peligrosamente al borde de la desestructura [también hay quien ha dicho que la estructura de La broma infinita es más simple que el mecanismo de un botijo (sic)], pero la estructura haberla hayla). 

Pues bien, si algo adoramos con implacable, perturbada y contumaz persistencia en este viejuno y marginal blog, es a nuestro escritor de referencia y a su monumental, desmesurada, triste, loquísima y absolutamente brutal Obra Maestra. 

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