viernes, 9 de agosto de 2013

La casa

Esas luces, lejanas y trémulas, brillan como ojos cansados, escrutando la oscuridad circundante, sin entusiasmo pero con perseverancia. Falta poco para que lleguemos. Casi habíamos perdido la esperanza, pero ahora, por fin, ya se ven, al fondo. Parece que sonríen, con una de esas sonrisas que emergen de un fondo de melancolía, como si nos reconocieran y nos dieran la bienvenida. Si las luces están encendidas, no hay duda: también deben de estar ellos dentro de la casa, esperándonos o no, eso no importa tanto, con tal de que estén. Eso es lo que importa en realidad, claro. Si no, no tendríamos nada que hacer. Excepto morir como perros, evidentemente. Parece que sonríen, pero las sombras que proyectan adoptan formas amenazantes. Eso de que las ventanas parezcan ojos es algo levemente perturbador, creo yo. Ojos en llamas.
La casa es pequeña, de madera, construida por manos inexpertas, en la falda de la montaña. El pico se alza por encima, con un semblante rígido, severo. Como si la casa fuera una especie de niña triste sometida a la voluntad cruel de un amo resentido. El pico debe estar cubierto de nieve, aunque es de noche y desde aquí no puede apreciarse.
Estamos llegando, pero aún estamos lejos.
Miriam camina a mi lado. Tiene frío y no habla para que el frío no se le meta dentro del cuerpo. Piensa que una vez dentro, el frío ya no se iría. Por eso tiene miedo y, como tiene miedo, no habla. En todo el tiempo que llevamos juntos, caminando en busca de la casa, solo ha pronunciado dos o tres palabras, y yo no he sabido qué significan. A veces me coge la mano y aprieta fuerte. Es más pequeña que yo. Su cara, pálida, angulosa, refleja el brillo de las luces, o eso me parece. El pelo, muy corto y moreno, se confunde con la oscuridad.
Hace unos días, tuve un mareo y me desplomé sobre la nieve. Cuando recobré la conciencia, noté que Miriam estaba echada encima de mí; su boca presionaba mi pecho y sus manos me agarraban el pelo, muy fuerte. Ya estoy, susurré, no te preocupes. Me mordió una oreja, que es algo que hace cuando está nerviosa. Ya vale, dije, no pasa nada, vamos a seguir el camino. A modo de respuesta, sonrió, con los ojos llorosos. Luego se los secó y asintió. Me puse en pie y seguimos.
Caminamos cogidos de la mano durante horas. Estaba convencido de que nunca llegaríamos. O, peor aún, de que, aunque algún día llegáramos, no valdría para nada. Estaba convencido de que sería totalmente decepcionante e inútil y doloroso. No se lo dije, naturalmente. Con que uno de los dos esté desesperado es suficiente. Puede que Miriam también esté desesperada, pero, de todos modos, simula creer. Lo hace por mí. Y yo simulo creer, por ella. De esta forma avanzamos. Si no, pues nos tenderíamos en la nieve y esperaríamos. No sé cuánto tiempo tardaríamos en morir.
Ahí están las luces, cada vez más cerca. Es la única casa de por aquí. Se oyen algunos ruidos que no logro identificar. Me tiemblan las manos. Miriam camina pegada a mí. Son una especie de crujidos, o aullidos, o susurros. No lo sé. La casa, pequeña y medio podrida, está ya a menos de cien metros. Las luces, encendidas.
Cuando al fin llegamos, nos paramos enfrente de la puerta. Nos miramos. Yo no me atrevo a llamar. Casi suplico que no lo hagamos, que demos la vuelta, que vayamos a cualquier otro sitio, por favor, que huyamos, y rápido, pero hemos caminado tanto tiempo, buscando precisamente este lugar, que ahora sería absurdo proponer algo así. Así que, tras unos instantes de vacilaciones silenciosas, Miriam llama a la puerta.

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