El rumor de la lluvia reciente aún temblaba, dulce caricia sin manos, en el aire de la mañana.
Un sol asomaba alegre entre nubes plateadas, y por los caminos embarrados un hombre solo caminaba.
Un hombre solo, pálido el semblante, los ojos saltarines, las manos frías, el caminar lento y dubitativo, como si sortearan sus pasos peligros escondidos.
Una tibieza adormilada, luz desvaída, caía sobre el llano y se podría morder, sí, como una fruta, si no fuera por esa manía de la luz, la de no dejarse atrapar por ninguna boca, ni siquiera por la boca de un hombre solitario, un hombre que siempre está en camino, a la espera de la ninfas, ninfas de risa clara y piel de nube acariciada.
La luz se escurre entre los dientes.
Sigue el hombre, paso a paso, recorriendo el camino, que ahora baja y luego sube y sube hasta alcanzar el punto más alto, desde donde la ciudad se tiende, lejana y recostada, ante sus ojos oscuros.
Silenciosa, mágica, un encantamiento de brujas.
La ciudad podría desaparecer, en cualquier momento, de un soplo.
No es del todo improbable.
Con solo un parpadeo podría desaparecer, sí.
Camino de vuelta, el hombre va pisando los charcos, oliendo la tierra, dejando sus huellas.
Será una triste irrisión, pero he ahí sus huellas, estelas de polvo y de luz.
Sonríe, la tierra sonríe.
En su pecho anida aún el azul de la tormenta, eco de aves fabulosas, fervor de alas postradas en la tierra oscura.
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Ni «espíritu de sacrificio», ni «afán de superación», ni «aspiración a la excelencia». Ni ningún respeto o simpatía por tales cosas.
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