miércoles, 19 de junio de 2013

La vida de los espectros

Vivíamos en un sótano oscuro, húmedo, agazapados como espectros tímidos o como larvas en perpetuo estado de espera, espiando el trajín de la vida, que transcurría al margen de nuestra voluntad: las idas y venidas de los demás, de la gente funcional que tenía un misión que cumplir o, más modestamente, una ocupación definida, un centro alrededor del cual se organizaban sus actos y que les dotaba de algún tipo de estabilidad que nosotros desconocíamos porque no éramos capaces de lograr semejante hazaña. El alquiler del sótano era suficientemente barato, eso era lo único importante. Comíamos arroz y pasta, también porque eran las comidas más baratas que podíamos consumir. El dinero era lo que importaba, al fin y al cabo. Laura y yo lo reconocíamos con un inevitable tono de resignada melancolía no exenta de orgullo. Afrontar nuestras dificultades económicas agotaba prácticamente toda nuestra energía. Estábamos enjaulados, pero no podíamos permitir que el hecho de estar enjaulados no sumiera en una amargura opaca, sin fisuras. Nada de eso. Aunque era difícil no sucumbir, era difícil resistir la tentación de declarar, con cierta rabia y grandilocuencia, que todo, sencillamente, carecía de sentido, que todo era triste y ridículo y no había motivo alguno para continuar luchando y que, dadas las circunstancias, lo más sensato era meterse debajo de las sábanas con una botella de cualquier bebida alcohólica capaz de nublarte la conciencia y quedarse así todo el tiempo posible, despreciando un mundo que era despreciable y gris y tedioso. Pero no podíamos permitirnos tanto desánimo, no podíamos permitirnos refugiarnos en esa desesperanza implacable que derivaba en una, a su manera, confortable quietud. Era difícil salir al mundo sin tener nada que hacer en ese maldito mundo, pero no menos difícil resultaba, a la postre, huir de ese mundo y entregarse en los acogedores brazos de una borrachera perpetua, porque las resacas nos dejaban cada vez peor, físicamente y mentalmente destruidos, para el arrastre. Creíamos que con estar juntos era suficiente. Laura y yo. Siempre juntos, pasara lo que pasara. Incondicionalmente. El amor como forma suprema de tragedia. Imaginábamos, en la penumbra de nuestro sótano, mientras escuchábamos el ruido de los transeúntes de la calle a la que daba la ventana superior de nuestro pequeño cuarto, el sonido esos tacones que se acercaban y se alejaban y que a mí, particularmente, me encantaba, desenlaces fatales y novelescos a nuestra historia, que normalmente incluían obstáculos insalvables a la realización de nuestro amor y suicidios rencorosos que infringieran un castigo a nuestros enemigos. Moriríamos juntos, sin dejar descendencia, contrariando el mandato bíblico de multiplicarse sobre la faz de la tierra y contrariando también la ideología propia de la psicología evolutiva. Naturalmente, no dejaban de ser fantasías entretenidas, una ocupación con la que matar el tiempo. En invierno hacía mucho frío. No poníamos la calefacción porque debíamos ahorrar. Añadíamos un par de mantas y nos pasábamos tardes invernales enteras arrebujados, con las piernas entrelazadas de maneras complejas, leyendo algún libro y comentándolo, o viendo películas, o series. Algunos días teníamos café. Otros no, otros había que sacrificarse en aras del ahorro y prescindíamos del café, igual que habíamos prescindido del calor o de cualquier cosa que se pareciera remotamente a algo enmarcable bajo la categoría de vida social, una categoría que ya ni comprendíamos ni nos interesaba. Nos habíamos alejado de nuestros amigos, o ellos de nosotros. Algunos se había ido a trabajar fuera, al extranjero, o a otras ciudades de España, pero igualmente estaban lejos y ya no les veíamos, ya no formaban parte de nuestras vidas. Ni nosotros de la suya. Estábamos solos, en nuestro sótano, bajo nuestras mantas, respirando oscuridad y miedo, humedad e incertidumbre. Mis padres habían muerto, hacía ya tres años, en un accidente de coche, cuando volvían de una merecidas vacaciones. Un coche venía adelantado a un camión, en dirección contraria. Llovía a mares. Al parecer mi padre intentó frenar y hacerse a un lado, pero se empotró irremediablemente contra el coche que venía de frente. Laura nunca conoció a sus verdaderos padres. De sus padres adoptivos Laura no hablaba nunca, ni los visitaba, ni los llamaba, no quería saber nada de ellos. Tampoco hablaba nunca de por qué no hablaba nunca con ellos. Cuando surgía el tema, se quedaba muy callada, intentando reprimir las lágrimas. Algo pasó, pero no sé qué, y prefiero no imaginármelo. Cuando no sabes algo y tratas de imaginártelo, lo más seguro es que imagines un montón de posibilidades a cada cual más atroz.

Tal vez continúe... Debiera, al menos. O eso creo.

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