lunes, 6 de noviembre de 2006

Solos en mitad de la noche y la nieve

Hacía frío y la niebla envolvía nuestros pasos solitarios. Avanzábamos a tientas, desconcertados en mitad de aquel campo nevado, en mitad de la nada. La noche había caído sin avisar y ahora buscábamos un refugio, pero a nuestro alrededor sólo se extendía la oscuridad teñida de niebla, esa niebla que cercaba la inmensidad de la noche y reducía nuestras posibilidades de orientarnos y hallar un refugio seguro. Cada vez hacía más frío. Teníamos miedo y apenas nos veíamos los rostros. De vez en cuando la brasa roja del cigarrillo iluminaba sus ojos, que brillaban como dos animalillos asustados y de los que brotaba, sorprendentemente, cierta serenidad, una serenidad misteriosa, casi sobrenatural, una serenidad incoherente con nuestra situación desesperada, como quien en pleno naufragio reta a su aciago destino con un último y conmovedor gesto de libertad -ese fulgor sereno de sus ojos verdes sobreponiéndose al demonio blanco de la nieve que estaba a punto de segar nuestras cortas vidas-, un gesto inútil, pero no por ello menos valioso.
El brillo de sus ojos me sirvió de coraza contra el miedo, que ya empezaba a ramificarse por todo mi cuerpo y amenazaba con petrificarme por completo. Pensé que íbamos a morir, pensé que la gente moría todos los días y no pasaba nada porque la muerte, considerada en abstracto, no importa, lo que importa es saber que uno se va a morir, y no es fácil saber esto, hacemos como que lo sabemos, pero no lo sabemos. Nos dolían las manos de frío, no contábamos con fuerzas para dar un paso más, estábamos a punto de desmayarnos, solos en mitad de aquella noche nevada, atravesada por la niebla y el miedo.
Cuando el cigarrillo se consumió entre sus labios sus ojos se apagaron y entonces sí que cayó la noche.

No hay comentarios:

Publicar un comentario