miércoles, 6 de mayo de 2009

Fuga geométrica IV

Pablo pablito se clavó un clavito. Se lo decían cantando, para fastidiarle, pero muchas veces se equivocaban y por tanto el efecto de la burla no sólo quedaba desactivado sino que se volvía en contra del burlador; el burlador burlado agachaba la cabeza y fijaba los ojos en el suelo del patio de recreo y entonces Pablo incluso llegaba sentir cierta lástima por su estrepitoso y vergonzante fracaso, pero tampoco podía acercarse a su lado y darle una palmada en el hombro y decirle que no pasaba nada, porque, al fin y al cabo, había intentado burlarse de él y humillarle cantando el trabalenguas al que desgraciadamente se prestaba su nombre, y la intención es lo que cuenta; no obstante, empatizaba lo suficiente con aquel chico sucio y marginado socialmente que había intentado escalar posiciones en el complejo ránking de popularidad del microcosmos axiológicamente confuso que representa el patio del colegio arriesgándose a cantar el complicado trabalenguas como para no lanzarle piedras a su raquítico cuerpo de colegial acomplejado. Las batallas de piedras eran habituales. Pablo, en la medida de lo posible, intentaba escabullirse y no participar en ellas, pero todo el mundo sabe que hay situaciones de las que sencillamente no es posible escabullirse, situaciones en las que ni el más redomado pacifista podría evitar la necesidad de luchar. Hay que pelear y entonces más vale que tengas reflejos y un mapa mental del patio señalado con cruces en los escondites clave y buena puntería y rapidez para escapar a los gritos de retirada. Una vez casi se desmaya al ser golpeado en el ojo izquierdo con una piedra de tamaño mediano, pero esa vez le dieron sin querer, ni siquiera se trataba de una batalla. Alguien tiró un piedra contra una farola estando sentado en la hierba del parque y Pablo frenó su bicicleta en el momento justo, cortando la trayectoria ascendente de la piedra.

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