viernes, 27 de mayo de 2016

Leer traducciones

Alguien de cuyo nombre no me acuerdo dijo que las novelas de Ray Loriga sonaban como malas traducciones de las canciones de Bob Dylan. O tal vez me estoy inventando que alguien dijo eso... No, creo que sí lo dijo alguien. Da igual. El caso es que algunos puristas del español suelen mirar con desdén a quienes leemos alegremente traducciones, sin que nos importe una mierda la supuesta pureza del léxico español o de sus estructuras sintácticas. El español no es un objeto que deba ser exhibido en un museo, no hay que conservarlo en una vitrina ni amurallarlo para protegerlo de enemigos extranjerizantes.

Tiene, como todas los idiomas —generalicemos a los bestia: como todas las cosas de este Universo— una estructura plástica, que cambia con el tiempo*. No veo qué tiene eso de malo. Por mi parte, prefiero mil veces leer a Don DeLillo, traducido por Javier Calvo, que a los imitadores de Francisco Umbral y de sus afrancesados meandros sintácticos. Los imitadores de Umbral puede que no sean legión, pero son unos cuantos. Están en su derecho de imitar a su maestro, faltaría más, pero que no nos vengan con chorradas sobre la esencia sintáctica de la prosa castellana, por favor**.

*Si alguien, por lo que fuera —exceso de tiempo libre, pasión mórbida por las filosofías posmetafísicas y la French Theory y sus sucesores— está interesado en el concepto de ontología plástica, le recomiendo que lea algún texto de Catherine Malabou. 

**Me repito. Sobre este mismo asunto ya lancé feroces diatribas hace tiempo. He de aclarar que, de todas formas, a mí me gustaba a rabiar la sintaxis afrancesada (proustiana) de Umbral. Creo que le daba a su prosa una cadencia lírica bastante adictiva. 

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