martes, 17 de marzo de 2015

DFW o el arte del barroco (microensayo apresurado)


Decía Roland Barthes que tal vez el barroco fuese «una contradicción progresiva entre la unidad y la totalidad, un arte en el que la extensión no es una suma sino una multiplicación, en una palabra, el espesor de una aceleración». Si pensamos un momento en la estructura de La broma infinita, veremos claramente que se trata de una novela que tiende más a la multiplicación que a la suma. El infinito no puede totalizarse, no puede englobarse en una unidad cerrada. La broma continúa, se multiplica sin cesar.

Dos rasgos característicos de la estética barroca, el detalle y el fragmento, son casi los emblemas de la escritura de DFW. El arte del detalle alcanza un grado insuperable, excesivo, totalmente delirante. Cuando llegas, exhausto, al final de alguna frase especialmente enloquecida y vibrante no puedes menos que caer de rodillas y aplaudir semejante muestra de apabullante genialidad sintáctica. Puro arte, una nueva dimensión de la expresión frase bien musculada. El tiempo está a punto de detenerse. DFW presta atención a todo. Un minuto a bordo de un avión, o sentado en un autobús, ocupan un montón de páginas, porque agotar ese instante —en el que, como en cualquier otro, innumerables estímulos se presentan a la conciencia de manera simultánea—, captarlo en el orden sucesivo de la sintaxis, no es fácil.

Pero es el orden que impone el lenguaje. Esta especie de desfase entre la percepción y la escritura la analiza DFW prolijamente —¿cómo, si no?— en El neón de siempre y hacia el final de El rey pálido, que yo recuerde. Pero diría que es un leitmotiv presente en toda su obra.

El otro rasgo característico del barroco al que aludíamos, el fragmento, es también, obviamente, un rasgo definitorio de la escritura de DFW. Tanto La broma infinita como El rey pálido son novelas fragmentarias. Hasta bien avanzada la novela, La broma infinita parece un conjunto de fragmentos independientes, de relatos autónomos, y en cierta medida lo son (en el sentido de que «por medio del fragmento se realiza una descripción que no recurre a ninguna unidad», Fernando Castro Florez, 2007). El segundo capítulo o, mejor dicho, la segunda obertura de La broma infinita bien podría ser un relato independiente. Erdedy está esperando a la mujer que dijo que vendría. Porque dijo que vendría. Está esperando a que le traiga unos 200 gramos de marihuana. Erdedy reaparece unas 400 páginas más tarde.

Quien espere linealidad y triángulos de Freytag, que se vaya a otro sitio. La novela transcurre describiendo círculos en torno a dos ejes: la Academia Enfield de tenis y la Ennet House.

Por otro lado, las conexiones entre los diversos fragmentos a veces resultan excesivas, incluso, como dijo alguien, un pelín paranoicas*. Como si todo debiera estar unido con todo para tener sentido. Esta tensión entre fragmentos y totalidad da lugar, creo yo, a las extrañas estructuras de las novelas de DFW. Alejadas de marcos narrativos convencionales y repetidos ad nauseam —y que vuelven a ser reivindicados como única opción narrativa válida por los reaccionarios de siempre, a los que si les quitas su triángulo de Freytag se enfadan— en sus obras la digresión, los extravíos, el vagabundeo, las reflexiones, el humor —sí, el humor, en ocasiones negrísimo, barroco— campan a sus anchas, sostenidos en todo momento por su todopoderosa prosa. A Holden Caufield le chiflaban las digresiones. A DFW también.

*El Rey Paranoico preguntaría: «¿Lo suficientemente paranoicas?».

PD: A modo de conclusión, como aufheben hegeliana de la bipolaridad fragmentos/totalidad, podríamos decir que en las novelas de DFW lo que hay es un cristal que ha estallado en mil pedazos.

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