Cuántas cosas inolvidables he olvidado. Algunas, no tengo más remedio, me las invento, porque creo que son importantes y sería horrible que simplemente se esfumaran. Me invento, pues, para que no se olviden, recuerdos de cosas que he olvidado.
Caminos de sirga, paredes estucadas, vestidos de tafetán rosas. Estas cosas aparecen solo en las novelas.
El sol matinal de mayo. El café. Afuera, los pájaros, no sé si gorriones o ruiseñores o qué clase de pájaros, se lo he preguntado a todo el mundo y tampoco saben. Solo sé que cantan, sobre todo por la mañana, y que hay muchos.
Nuevas obsesiones fermentan en mí. En realidad, viejas obsesiones que acuden a mí con renovado fervor.
La luz, las palabras.
Por la mañana, mirar los pájaros. Por la tarde, las nubes del atardecer. Lo que podríamos denominar el dulce sopor de una existencia sin ambiciones ni objetivos.
La modernidad, naturalmente, arruinó el ideal de la vida contemplativa. En su lugar puso la acción. Motivo más que suficiente para ser antimoderno. Dicho sea entre nosotros.
La secreta vibración que anima las cosas aparentemente quietas. No existe la quietud, solo una trémula serenidad.
Lo que pudo llegar a ser pero no fue, lo que estuvo a punto de pasar y no pasó, eso la memoria lo registra de forma implacable.
La loca idea de vivir como si el tiempo se hubiese cumplido ya. No el fin del tiempos sino el tiempo del fin. Un tiempo, en cierta manera, eterno. Pero no me pregunten qué significa todo este rollo.
Dejar a las cosas ser lo que son. Que se muestren, diáfanas. Este dejar no es pasivo ni activo, sino algo intermedio.
Yo tengo mucha fe en la lámpara eterna. El hecho de que no exista carece, para mí, de importancia.
miércoles, 7 de mayo de 2014
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Ni «espíritu de sacrificio», ni «afán de superación», ni «aspiración a la excelencia». Ni ningún respeto o simpatía por tales cosas.
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