miércoles, 17 de julio de 2013

Siesta

La tarde transcurre apacible y sosegada, sumida en el sopor veraniego, en la inactividad o en la pereza, meciéndose al ritmo indolente de una hamaca deshabitada zarandeada levemente por el viento. La tarde transcurre, tediosa y serena, salpicada por el canto de los pájaros, por el zumbido de las moscas, por el llanto lejano de unos niños que se pelean, al final de la calle, quién sabe por qué.
La calle está desierta, excepto por esos niños que lloran, con motivo o, quién sabe, sin motivo. A estas horas es lo normal. Que en la calle no haya nadie, o casi nadie. Quién se atrevería a salir, ahora, cuando todos deberíamos estar durmiendo, primero respirando agitadamente durante un rato más o menos largo y luego respirando profundamente, cada vez más despacio, tentados ya, casi atrapados, por el sueño.
Las ventanas abiertas, las cortinas vacilando entre permanecer quietas o alzar el vuelo, dudando entre reposar inmóviles o encaramarse al viento, sin decidirse por ninguna de las dos opciones, balanceándose constantemente, como si estuvieran jugando, y susurrando palabras al oído de los durmientes, palabras que se pierden en algún lugar, sin alcanzar su destino.
El ladrido lejano de un perro sobresalta la conciencia del hombre que estaba durmiéndose. Las cortinas se estremecen, durante unos segundos, como si a ellas también las hubiesen despertado o interrumpido en su extraño e hipnótico juego.
Alguien ordena, sin éxito, que el perro se calle de una vez.
Hace calor, pero no se está mal. No del todo. Hay tiempo para pensar, aunque sea en tonterías. Pensar en tonterías es lo mejor cuando uno se está durmiendo. Tampoco está mal pensar en tonterías cuando uno está despierto, con la infatigable sempiterna conciencia vigilante alerta. Pero, más que de pensar, se trata de imaginar. Cualquier cosa, con tal de que esta se desarrolle por sí misma, casi al margen de tu voluntad, de modo que te conviertas en autor involuntario de una historia y en atento espectador de la misma.
El perro ya va dejando de ladrar, es el momento de adentrarse, paso a paso, definitiva y dulcemente, en la inconsciencia, de dejarse llevar, de traspasar una vez más la frontera, de abandonarse al feliz olvido de uno mismo

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