lunes, 22 de octubre de 2012

Prosa otoñal

La fría nitidez de algunos días otoñales, cuando el cielo está despejado y las calles vacías acogen la luz del sol en silencio, siempre le había entusiasmado y conmovido. El aire vibraba. Aunque siempre que llegaba el frío, el frío de verdad, nada más salir de casa temblaba y maldecía a los dioses, pensaba que el frío otoñal investía al mundo con una transparencia penetrante que el verano era incapaz de lograr, y le daba la bienvenida al otoño con los ojos anegados en lágrimas de felicidad. La brisa que entraba a través de la ventana abierta iba enfriando poco a poco sus manos. Su mano derecha sostenía un cigarro. El humo del cigarro salía por la ventana, como si alguien, al otro lado, estuviese aspirando con fuerza. La luz envolvía y resaltaba todo con exactitud, delimitaba los contornos de las cosas; la línea horizontal del tejado más cercano separaba el aquí concreto donde se desarrollaba la vida, las casas cuyas fachadas pálidas resplandecían, de esa pura abstracción azul y vacía, de esa ilusión de profundidad informe que absorbía la mirada sin que esta encontrase objeto alguno al que aferrarse o que obstaculizara su vagabundeo por lo insondable. La línea del tejado partía el mundo, lo escindía en dos mitades, lo rasgaba como una cuchillada rasgaría un lienzo, para descubrir que detrás del lienzo no hay nada y que sobre esa nada despuntan figuras móviles, formas precarias, frágiles, esparcidas al azar, sometidas al poder del tiempo, destinadas a volver al seno inmóvil de la nada tras una corta aventura por los dominios del ser. Eso era todo. Despertar, mirar, volver a dormir. Valía la pena despertar, aunque solo fuera un instante. Tenía que valer la pena.

No hay comentarios:

Publicar un comentario