jueves, 25 de octubre de 2012

Desayuno con uvas y cerveza

Como hemos pedimos la bebida justo antes de que el local fuese a cerrar, tenemos que salir y beber en la calle. Hay gente a la que hacía mucho tiempo que no veíamos. Nos saludamos. Hablamos de cine clásico. He visto Desayuno con diamantes más de diez veces, comento. También he visto Charada, sí. Considero que cualquier película en la que salga Audrey Hepburn se convierte en una obra maestra por la magia inefable de su presencia, del resplandor que irradia desde cada poro de su piel. Si Platón hubiera podido contemplar el rostro de Audrey, no habría tenido ganas de progresar hacia la belleza absoluta, solo de fijar la mirada en la superficie. Lo más profundo, como se sabe, es la piel. El solo hecho de poder ver la imagen de Audrey Hepburn dota al Universo de sentido. Todo el ruido y la furia y la desesperación y el horror quedan de algún modo atenuados, redimidos casi. Un ser intermedio entre los mortales y los dioses. Confundir a Jennifer Connelly con Sandra Bullock, qué infamia, qué calumnia, qué falta de sensibilidad para captar los matices. Sandra Bullock es el mal y Jennifer Connelly se diferencia infinitamente de ella, comento. Lo que el viento se llevó, creo que la veo una vez al año, por lo menos. Vivian Leigh, otra actriz con magia, en efecto. Ya no se hace cine como el de antes. Soy un conservador, estéticamente hablando, y un retrógrado y un nostálgico. Lo admito. No puedo remediarlo. Sea como sea, yo amo el cine clásico, y punto. John Ford, eso son palabras mayores. Sí, es muy joven, usted solo conoce la ciudad desde que la cruzó el tren; era muy diferente entonces, muy diferente, señor Scott, muy diferente. Magistral. Incontestable. Tengo frío. El tren inaugura otro mundo, claro. Tal vez también estemos ahora en el fin de algo que no acaba de morir y al comienzo de algo que no acaba de nacer; tal vez en todas las épocas se tiene esa sensación. Estamos en medio, siempre. Ignoramos el principio y el final. Quedan fuera de foco. Pero ser contemporáneo es ser intempestivo, para ver la propia época hay que tomar cierta distancia. Es muy abstracto y muy vago lo que estoy diciendo, lo sé.

Jose Luis Garci dijo una vez que Faulkner era un coñazo y que Truman Capote no. Pero Truman Capote, gran escritor, por supuesto, dijo que Faulkner era un gran escritor. No tiene sentido confrontarlos. Ambos fueron geniales. Qué manía de oponer, de competir. ¿Para qué?

Paso de pedir patatas porque no tengo hambre, así que pido otra cerveza. Luego me entra hambre y pico patatas de todo el mundo. Discutimos con un chaval que está sentado en nuestra mesa, con nosotros. Nadie sabe quién es. Es amigo de alguien, o algo, pero nosotros no le conocemos. El chaval opina que Darwin era un farsante. No cree en la evolución. Mi amigo biólogo le va rebatiendo, pero el chaval quiere una prueba fehaciente que demuestre la evolución del mismo modo que, según él, la caída de una manzana demuestra la ley de la gravedad. El chaval no usa la palabra fehaciente. El chaval es irritante y obtuso a más no poder y no se calla. Ha visto un vídeo en Internet. Habla tanto que no escucha, así que tenemos que gritar. Le hablamos de procesos sin sujeto, mecanismos causales, caracteres adquiridos no heredables, ausencia de intencionalidad, falacias teleológicas. Inútil. Nuestra autoridad no es nada comparada con un vídeo de Internet. La evolución es una opinión, todo son opiniones, todas las opiniones son igualmente válidas. Las pirámides las construyeron los egipcios o los extraterrestres. Es una cuestión indecidible. Los reptilianos pudieron existir y darnos la inteligencia, etcétera. Le pregunto a mi amigo si se da cuenta de con qué clase de conspiranoicos descerebrados solemos discutir y de lo frustrante que resulta. Aunque tal vez no tengamos razón, tal vez seamos presuntuosos y arrogantes. Tal vez. La posibilidad de ser visto como un tipo arrogante me produce escalofríos. Es lo que menos quiero en el mundo. Se da cuenta, claro. Resignado, propongo admitir el fracaso de la educación y dejar que los bárbaros pululen por el mundo creyéndose lúcidos y sagaces críticos de la ciencia convencional. Es inútil mandar a luchar nuestras naves contra los elementos. Es inútil darse cabezazos contra la pared. Terminamos las patatas y las cervezas. Son las cinco y media de la mañana.

Caos de gente entrando y saliendo. Parece una escena cómica de cine mudo. Gente apelotonada sobre la barra, pidiendo, con impaciencia, y gente que entra y sale por detrás de ellos y brazos en alto, por encima de las cabezas arremolinadas, sosteniendo raciones de patatas y kebabs y cañas de cerveza.

Estamos otra vez en la calle, fumando y pasando frío, como siempre. Se nos acerca un hombre. Tiene la mirada a la vez penetrante y perdida, fija y desvalida, como atraída por un punto que se sustrae del régimen de lo visible. Una mirada triste, desgraciada, que provoca una insoslayable sensación de malestar. Una mirada que mira sin ver. El hombre pide un cigarro y fuego. Le cuesta mucho hablar, cambia de tema con brusquedad, parece sumido en meditaciones abstrusas, en pensamientos incomunicables, inasibles. Se esfuerza visiblemente por hacerse entender y cada poco admite su derrota, su incapacidad para expresar con las palabras adecuadas lo que quiere decir. Pensar: luchar contra el lenguaje, con el lenguaje, en el lenguaje, estar atrapado en el laberinto, en medio del laberinto, buscando el camino. Le escuchamos con paciencia, aunque mis amigos le prestan una atención flotante, por así decir; hablan entre ellos y no le hacen mucho caso. Yo le presto una atención tremenda, porque en cuanto te despistas no sabes de qué narices está hablando. Cada poco nos pregunta si sabemos qué es una montaña. En el fondo, toda la situación es muy triste. La estructura de su discurso es un delirio: los temas van y vienen sin asomo de ilación lógica. Frases entrecortadas sobre Jesús, Rey de reyes, el cristianismo, la creación del mundo, Nietzsche, chistes, adivinanzas, C. S. Lewis y explicaciones sin pies ni cabeza sobre la naturaleza de la luz o los números binarios forman un flujo ininteligible e inagotable. Borbotones de palabras. Estoy intrigado por lo que dice. Creo que debe de haber una lógica oculta tras sus palabras, un sentido que las guíe. Al final se descubrirá que la pregunta por la esencia de la montaña forma parte de una adivinanza, cuya formulación completa se alarga durante muchos, demasiados minutos, entreverada por todo tipo de digresiones, sobre el significado de la palabra filosofía, entre otras disquisiciones filológicas bastante aventuradas, y la planificación de un hipotético robo en el cual cada uno de nosotros tendríamos un papel que cumplir, un rol, una función determinada. Sería un consuelo tener un papel y no ser un paria, aunque fuese en un plano imaginario. El hombre va asignando papeles a cada uno de mis amigos. A uno le toca ser el conductor, a otros vigilar, a otros desactivar las alarmas. Yo me quedo sin papel. Concluye, finalmente, con un gran esfuerzo, la formulación de la adivinanza, que nadie intenta siquiera responder, porque solo retrospectivamente cobra sentido (por decir algo), y a estas alturas todo el mundo se ha olvidado de la pregunta por la montaña y él mismo tiene que responder a la adivinanza. Si un helecho está hecho de hechos, una montaña está hecha de montañas. La solución al enigma era una tautología o el reconocimiento de que las cosas mismas son su eîdos, es decir, que son lo que son. Se lo comento. Dice que sí, una tautología, en efecto, y que las cosas son lo que son. Sospecho que me da la razón porque soy el único que está prestando una atención tremenda a su discurso y que de alguna manera se da cuenta y aunque no se entere muy bien de lo que digo, agradece que le conteste. Creo que el hombre y yo nos entendemos muy bien. A los dos nos gusta hablar sobre lo que nos interesa, aunque ni se nos entienda ni se nos preste atención. El hombre habla mucho más que yo, sin embargo. Cuando ya estoy convencido de que me ha marginado del robo imaginario y me siento excluido y dolido porque se me considere prescindible a la hora de robar, me asigna el papel estelar: el dirigente ideológico de todo el tinglado, el planificador, aquel que opera en las sombras, urdiendo la trama, manejándolo todo, el titiritero supremo, el maestro de marionetas. Le digo que por supuesto, que acepto, que no quisiera verme mezclado en las turbias aguas de la acción y que ese es, precisamente, mi papel soñado. Me coge del brazo. No digo nada, pero odio que me toquen desconocidos. Sigue hablando y yo pienso: suelta, suelta, suelta. Oigo risas a mi alrededor. Alguien comenta que nos ha calado a todos. Más risas. El hombre pide otro cigarro y le doy otro cigarro. Ya casi no me quedan, pero se lo doy de todas formas. Me suelta el brazo, por fin. Hay algo muy triste en su forma de mirar, algo que te hace pensar inmediatamente en la palabra desolación. Cuando nos despedimos, se disculpa por habernos molestado. Todo el mundo le asegura que no, que para nada, no nos ha molestado, no tiene nada de lo que disculparse. Nos vamos. El hombre se queda quieto, en medio de la calle, del frío, con la mirada fija y perdida.

Antes de llegar a la parada de taxis, nos paran dos chicos. Uno está comiendo un racimo de uvas. Nos invitan a comer uvas. Insisten. Digo repetidas veces que yo me voy a casa porque tengo frío y sueño. Nos comemos las uvas. Nos vamos. Vienen con nosotros. Van afeitados y repeinados y engominados y no llevan cazadoras a pesar de que la temperatura es de dos grados. Quieren que vayamos con ellos a un after. Yo me quiero ir a mi casa y, además, los tipos me caen rematadamente mal. El chaval que no creía en la evolución al menos tenía inquietudes culturales, veía vídeos por Internet, desafiaba con atrevimiento, coraje y gallardía el poder académico y cuestionaba su monopolio hermeneútico. El hombre loco era un buen hombre. Estos son idiotas. Son las siete de la mañana. Hace un frío tremendo.

En el taxi otra vez las mismas conversaciones sobre los controles de la guardia civil. No digo nada. He escuchado la misma conversación cientos de miles de millones veces. Exactamente la misma. Es como vivir en el día de la marmota, como vivir en un loop infinito, sin salida, en un movimiento sin fin, sin progreso.

Son las siete y media de la mañana. El mausoleo de toda esperanza y deseo. Las batallas ni siquiera se libran. Los esplendores del pasado duermen hoy en la tumba. Levanto la vista. Ya no hay tantos pájaros como antes, ¿no? ¿Emigran o algo, cuando llega el frío, como los patos cuando los estanques se hielan? No creo, o sí, bueno, no lo sé. El sabio seguro que podría respondernos. Risas en la calle desierta. Seguro, respondía a cualquier cosa, pero yo casi no le escuchaba, de todas formas. Yo sí, tío, le prestaba muchísima atención: estaba como una puta cabra. Ya, eso sí. Era triste, en realidad, como ver a una mente en ruinas tratando de construirse un tejado o algo así. Siempre acabamos hablando con los tíos más pillados del mundo. Sí, pero lo triste de todo el asunto, si lo piensas bien, no residía en su locura, sino en que no estaba lo suficientemente loco como para no darse cuenta de que lo estaba, era esa chispa de lucidez que aún sobrevivía en su mente la que teñía de una tristeza inconsolable su mirada, ¿entiendes? Se daba cuenta, por eso se disculpó al despedirse. Sí, puede ser. Y cuando nos fuimos, ¿no te fijaste? Se quedó quieto; literalmente no tenía un sitio al que ir, eso es más triste. Ya, ¿y qué podíamos hacer nosotros? Nada, claro; pero eso es aún más triste.

Llego a casa. Voy al baño. Voy a por un vaso de agua. Subo las escaleras. Me meto en la cama. Poco a poco, voy dejando de tener frío.

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