viernes, 10 de septiembre de 2010

Work in progress

1 de julio, 2006

Lo cierto es que esta mañana me he levantado magnánimo. Mientras esperaba a que hirviese el café he tarareado algunas melodías de canciones que no recuerdo haber escuchado y he observado el bosque de pinos, que desde la terraza parece un laberinto. He pensado que solo desde esta perspectiva aérea sería fácil encontrar la salida del laberinto, como en esos juegos para niños en los que viene dibujado el mapa de un laberinto y tu misión consiste en trazar con un lápiz el camino de regreso y salvación, porque hay que suponer que siempre hay un monstruo en el bosque, una amenaza oculta que da sentido a la trama y a las peripecias del héroe. El café estaba un poco amargo. Me lo he tomado en la terraza, en bañador y, a pesar de que no tenía nada que hacer y de que sobre mi vida no planeaba ninguna meta, ningún objetivo sobre el cual verter ese sentimiento mezcla de temor y deseo que llaman esperanza, he sonreído, feliz, sintiendo que cada poro de mi piel agradecía la brisa y que mi espíritu se elevaba permitiéndome contemplarlo todo desde una perspectiva inhumana, distante, desde un lugar en el que la serenidad y la indiferencia se fundían en un abrazo cósmico. Exagero, lo sé. Me gusta exagerar. Soy de naturaleza hiperbólica, desde siempre, al menos que yo recuerde. Escribir implica exagerar, exagerar la tristeza, la soledad, el deseo que uno realmente siente, expulsarlos, desembarazarse de todo eso que, no obstante, vuelve, como una carta que hubieses escrito destinada a ti mismo, sin que tú lo supieras. Una carta escrita con tinta fabricada con la sangre de espectros anónimos. Bueno, la última frase fue quizá demasiado efectista, y creo que lo estoy liando todo. Este diario debiera ser un maquinal registro de hechos y pensamientos destinados a quien tenga a bien usarlos del modo que le parezca. A mí mismo, sin ir más lejos. Una vez terminado el café -desayuno de campeones venidos a menos- me fui a la playa, estuve escuchando música mientras contemplaba a los bañistas y las reverberaciones del sol sobre la superficie del mar, alternativamente, todo ello enmarcado en una densa atmósfera de metal progresivo que contrastaba con la escena de sol y cuerpos semidesnudos que se me ofrecía a la vista. Hacía mucho calor, pero no tenía ganas de bañarme, solo de escuchar música y de mirar, registrar sonidos e imágenes, archivarlos, fomar un depósito abundante y bien ordenado, que mis conexiones neuronales pudieran revivir este exacto momento del tiempo con la mayor cantidad de matices posible. Siempre hay mundos hundiéndose a ritmos desconocidos y un tiempo pulsado off-beat que nos rescata de la entropía, o al menos hace habitable este cuento lleno de furia y sin sentido contado por un idiota. De regreso a casa compré un pollo asado con patatas y una coca-cola de dos litros y me lo comí en la terraza, leyendo el periódico, ese incombustible folletín del desastre, siempre informándonos sobre catástrofes en lugares remotos, saturándonos hasta el punto de que no podamos sentir ya nada. Quiren convertirnos en máquinas. Por cierto, Andy Warhol quería convertirse en una máquina y quizás no fuera una mala idea. Creo que se trata de una estrategia terapeútica: convencernos de que no podemos hacer nada. El mensaje es algo así como No sufras, hay demasiadas catástrofes en el mundo que exceden tu limitada capacidad de actuación, despreocúpate, vete de compras, hormiga consumidora. De ahí la publicidad entreverada en la narrativa de la desgracia. Al atardecer me he puesto ciego de cervezas y de marihuana, en la playa, con unos amigos, lo cual me ha hecho terminar el día más magnánimo aún. Siempre he dicho que soportar el eterno retorno, la muerte de Dios, el fin de las ilusiones ilustradas y todo lo que se quiera, es mucho más fácil y divertido si uno está bien provisto de cerveza y marihuana, inventos tan importantes como la rueda e Internet, unos pasos de baile fuera de la cadena de montaje.

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