martes, 4 de noviembre de 2008

Viaje en coche

La imagen es la siguiente: un tipo de unos treinta años entra en un coche, un viejo coche rojo. Pongamos un seat Ibiza de los años 80. Antes de arrancar se quita la cazadora de cuero, se frota las manos y trata de calentarlas expulsando vaho sobre ellas porque hace mucho frío, enciende un cigarrillo, busca la emisora de Radio 3, enciende la calefacción, se pone el cinturón de seguridad, ajusta el retrovisor, apura el último trago de una lata de coca-cola y guarda la lata vacía en la guantera. Suena una canción de Interpol y la tararea distraídamente. Decide escuchar la canción y terminar el cigarrillo antes de arrancar. Aún queda tiempo de sobra. Comprueba que queda gasolina suficiente. Observa a un grupo de chavales que vuelven del colegio cargados con pesadas mochilas, bromeando entre ellos y dando voces con esa urgencia desesperada que exige la construcción de una identidad diferenciada del resto, tan tierna y tan ridícula y en el fondo tan parecida a la del resto de la manada. Apaga el cigarrillo en el cenicero del coche y se da cuenta de que está repleto hasta los bordes de colillas, la sensación le desagrada y decide vaciarlo. Vuelve a su casa, vacía el cenicero y vuelve otra vez al coche. Más grupos de chavales vuelven del colegio. Es la hora de comer y le entra hambre. Hubiera sido mejor comer antes y viajar cómodamente con el estómago lleno. Ahora ya no hay nada que hacer, lo mejor será resignarse, ya no puede perder más tiempo, ya no queda tanto tiempo como antes. Vuelve a ponerse el cinturón de seguridad. Al girar la llave una repentina sensación de angustia se apoderá de él. Mejor esperar un rato. Suena una canción de un grupo que no conoce, pero es una buena canción y decide escucharla hasta el final antes de arrancar. Mira el cielo, la calle que se extiende enfrente de él, dos largas hileras de árboles a punto de perder sus hojas, dos largas hileras de farolas apagadas. Ahora le falta el aire, hace demasiado calor, baja la caleacción, abre la ventana. Así está mejor. Disfruta del viento helado que le golpea la cara. Lo mejor para contrarrestar el efecto de una bajada de tensión es dejarse sacudir por un frío polar en plena cara. Respira hondo, sale del coche un momento, para tomar mejor el aire. Ahora está indeciso, quizá sería mejor dejarlo para otro día, aplazarlo. Pero ya lo ha aplazado tantas veces. No, hay que enfrentarse al miedo. No hay otra solución. Ahora o nunca. Gira la llave, el corazón bombea la sangre con tanta fuerza que parece una batería de doble bombo tocada por un cocainómano hiperactivo. Pisa el acelerador y cuando se encuentra en la autopista se siente bien, de hecho se siente mejor que nunca y por eso sonríe y canta a pleno pulmón y sigue el ritmo de la música con la cabeza y dando pequeños toquecitos en el volante. No hay nada mejor que conducir sin una meta marcada de antemano por los paisajes monótonos de esta meseta. Paisajes minimalistas en los que el espacio mismo acontece con una serenidad inmóvil, como si el mundo se abriera o se desnudara y nos acogiera sin hacer preguntas, sin reprocharnos nada. Inmensa llanura donde apenas pasa nada. Toda la tarde para conducir y mirar el paisaje que es casi la negación de un paisaje, de lo que se supone que hay que ver. Leves ondulaciones del terreno, el tendido eléctrico, mudo y majestuoso, con sus gigantes antropomórficos sujetando los cables, algún pequeño lago y pueblos diminutos desperdigados aquí y allá, ajenos a la velocidad enloquecida del alma urbana. Nada más. La música y los cigarrillos y el viento y la tierra seca y la triste certidumbre del regreso.

2 comentarios:

  1. me gusta, me gusta. me ha metido en la piel del tipo.
    veo un poco de roberto bolaño aquí, pero no me creas.
    saludo

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  2. Anónimo9:27 p. m.

    Puede ser... no fue intencionado, pero me alegra que haya un aire bolañesco

    un saludo

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